La enfermedad obliga a retirarse al cantaó José Domínguez “El Cabrero”: “Los señoritos siguen siendo los mismos y llevan los mismos collares”

José Domínguez “El Cabrero” se retira con las mismas convicciones mantenidas a lo largo de su vida: “Los señoritos siguen siendo los mismos y llevan los mismos collares”. El Cabrero nunca supo, pudo ni quiso callarse. Desde niño, El Cabrero -certero apodo para el cantaor José Domínguez Muñoz- sintió algo más que aversión por las injusticias. Era como una enfermedad: le hervía la sangre, se le crispaban los músculos, las tripas se le volvían bilis y al final el corazón, siempre el corazón, se le acababa saliendo por la boca.

“Yo no soy el animal que se calla por un pienso

porque tengo en mis adentros

una disconformidad que me sirve de alimento”.

Hoy es otra enfermedad -más cercana y puñetera, que por desgracia no se arreglará cantando- la que le ha llevado a la UCI de un hospital, impidiéndole inaugurar el pujante Festival Flamenco de Madrid, que se extiende hasta el 2 de junio en el Centro Cultural de la Villa. En este evento compartía cartel con otras figuras del flamenco como José de la Tomasa y Lole Montoya y era un paso, este de la capital, de obligado cumplimiento en la gira con la que se está despidiendo de los escenarios tras una carrera de casi medio siglo. Como en tantísimas otras ocasiones, había colgado el cartel de no hay billetes.

¿Cuál es el poder de atracción de El Cabrero? ¿Qué tiene para arrastrar multitudes a pesar de haber sido castigado, ninguneado, boicoteado y proscrito por los poderes y los medios que manejan los resortes y los dineros de la cultura? ¿A pesar de esas letras incendiarias -¡Ni Dios ni amo!- y esos quejíos desgarradores que no dejan títere con cabeza y que tanto alarman a la gente de orden? Quizá la respuesta está en que, como señaló el director teatral Salvador Távora, El Cabrero “canta como es”. No sólo es su voz profunda y enérgica, que aguanta los tiempos y los quiebros de los palos clásicos del cante jondo. Es su apego a la tierra y al pueblo llano. Es su coherencia y su honestidad artística y personal. Es incluso su estética, que nunca se alteró en lo esencial ya estuviera ordeñando a una cabra o arrancando una ovación al público parisino. Y que alguien no cambie, que sea siempre de una pieza y que mantenga “el mismo sentir hasta el final”, no deja de ser algo morbosamente atrayente y hasta místico en este mundo tan volátil.

Si, El Cabrero se retira a sus 75 años y hay que lamentarlo. Lo hará “a paso de pastor, lentamente, con equilibrio. Con tiempo entre concierto y concierto. No más de tres o cuatro al mes. Por eso la gira será larga (culminará en 2020)”. Se despedirá lleno de agradecimiento hacia ese público que abarrotaba sus conciertos, lo que obligaba a los festivales a contratarle y a que, por fuerza, su figura se agrandara. A pesar de todas las zancadillas, de haber estado incluso en la cárcel por cagarse en Dios durante un concierto -“fue una expresión de arriero, nada más, pero me pidieron 67.000 pesetas de multa y cuatro meses”-, en los años 80 firmaba más contratos que Lebrijano o Camarón y en los 90 colaboraba con músicos como Chick Corea, Gilberto Gil, Lenny Kravitz o Peter Gabriel, quien le llevó consigo en su gira de 1993 por los Estados Unidos.

Son muchos los recuerdos que atesora El Cabrero. Los primeros, cuando con ocho años empezó a cuidar cabras, o cuando aprendió las notas musicales en la más reputada academia del sector agropecuario: robaba cencerros y a martillazos les “cambiaba la voz” para que sus dueños no los reconocieran. Duros años de santos inocentes en los que la vida sólo consistía en ir “de miseria en miseria” en aquella Andalucía torturada y esclava. Pero él poseía el afán de saberse cantaor; ya se había dado cuenta de que su garganta era un privilegio. Y también una responsabilidad. A su padre, que no quería ni por asomo que su hijo se dedicara al arte, un día le espetó: “¡Pues yo voy a ser artista, padre. Y además voy a cobrar!”.

Hasta más allá de los 27 años no pudo cumplir esa profecía. Un día vendió cinco cabras y con el dinero se fue a Madrid. La urbe le fue ingrata y aguantó sólo un mes. Las monedas que le quedaban las empeñó en un tren de vuelta y le alcanzaron hasta Córdoba. Dolido y humillado, llegó a Sevilla, donde dormía en uno de los accesos al estadio de fútbol. De ninguna de las maneras quería volver fracasado a la casa de sus padres. Pero una compañía de teatro de reciente creación, La Cuadra, estaba preparando su primer montaje, titulado Quejío, y había pegado carteles por la ciudad. Aquello fue una llamada, una revelación, y allí que fue el joven campesino dispuesto a hacer lo que fuera, “hasta a llevar el bidón”, con tal de participar en aquel espectáculo. Y luego hubo un papel vacante y alguien recordó que aquel muchacho que barría ya les había demostrado que sabía cantar y conocía todo el repertorio. Aprovechó la oportunidad y comenzaron las giras y los viajes por todo el mundo ¿Y cómo educó la voz, cómo la perfeccionó?, le preguntaron en una ocasión. “Pues igual que un pájaro va agrandando el nido”.

Todo cambió en Ginebra, en 1973. Allí conoció a Elena, Elena Bermúdez, la que aún hoy sigue siendo su compañera, su representante, letrista de algunos de sus éxitos, la que le lleva los papeles, el Twitter y el Facebook (“yo no sé ni encender el ordenador”). La que le enseñó la fuerza y la belleza de los grandes poetas. La madre de sus tres hijos. La que siempre ha estado a su lado, discreta, y que a pesar de su enorme influencia rehúsa intervenir en los reportajes. Sin ella -que puede presumir, pero no lo hace, de ser muy apreciada en los círculos profesionales del flamenco- no podría entenderse la trayectoria de El Cabrero.

“Cuando Elena se vino de Suiza a vivir conmigo al pueblo no teníamos muebles, pero había una estantería que ocupaba una pared hecha con ladrillos y tablones y muchos libros, casi todos de poesía. En casa, la música y la poesía han sido el pan de cada día. A mí me llegaba de refilón, cuando me la leía Elena y luego con Alberto Cortez y Paco Ibáñez”. Su hijo Emiliano, conocido como Zapata, ha recogido el testigo y ha seguido los pasos del padre, “poniendo música a los versos”.

Fue una época bravía en la que dormían sobre un colchón en el suelo, pero eran felices. No es que a El Cabrero le entusiasmara viajar. Tampoco le atraía la vida social aparejada al espectáculo. Lo que él quería era seguir cuidando de sus cabras sin por ello dejar de cantar y, aunque nació en Aznalcóllar, vive en Valencina de la Concepción, un pueblo tranquilo de “calles desequilibradas” sito a 15 kilómetros de la capital hispalense. En 1975 salió al mercado el primero de sus discos. Le convencieron sufragando el parto de su mujer.

Lo de las cabras no es una pose. Es una necesidad. En una ocasión declaró: “Hay veces que estoy deseando que acabe una actuación porque pienso adónde voy a llevar a las cabras al día siguiente para que se jarten”. Un animal infravalorado, la cabra, pese a que es todo un ejemplo para el ser humano: “Se rigen por las leyes de la naturaleza y no atentan contra ella”. Así pues, es un compromiso, como todo lo que afronta, y por ello prefiere la rutina del campo al horario de la farándula. “De sol a sol. Es donde encuentro más equilibrio y armonía”.

Cuando tenía 11 años su padre le regaló su primer sombrero. “En el campo te protege del sol y en invierno del frío”. ¿Y le han pedido muchas veces que se lo quite? “Muchas. Y he visto también muchas veces a los jornaleros destocarse y decir: don Fulano, ¿da usted su permiso? Pero nunca a don Fulano quitarse el sombrero cuando entra en casa de un jornalero”. Hurgamos en la herida. ¿Y hoy sigue habiendo mucho señorito o han cambiado? La respuesta es contundente: “Siguen siendo los mismos y con los mismos collares”. Por eso es por lo que nunca falta a la Semana por la Paz que desde hace años, sustituyendo a la Semana Santa, se celebra en Marinaleda, donde desde 1979 gobierna su “hermano” Juan Manuel Sánchez Gordillo.

“Aún quedan muchas fincas por ocupar, al menos en Andalucía”, sostiene. Y el himno andaluz dice: Andaluces, levantaos, pedid tierra y libertad. Y esto lo cantan los políticos en los días señalaítos”. No obstante, las siglas de cualquier partido se le quedan pequeñas a este hombre que hace muchísimos años estuvo afiliado a la CNT, pero que no es de militancias estrechas. “No tengo talento para definir España en dos frases, aunque si por mí fuera, sería republicana”. Un sueño que para él equivale a dignidad, igualdad y libertad y que está en contraposición con aquellos a quienes denuncia: la monarquía, la Iglesia, los poderes económicos y políticos… Pero no se le olvida la responsabilidad de todos, y así, cuando se le pregunta sobre cuál es el mayor escándalo, contesta con rabia: “Las tragaeras de la gente, que salen en masa por un partido de fútbol y no se menean cuando les roban desde las poltronas, les mienten y pisotean los derechos que tanto costó conseguir”.

No se sale de una batalla así sin heridas, pero como “callar es morir”, escogió ese agreste camino -estuvo 15 años sin publicar disco por “un momento de cabreo” con su sello discográfico- y sus canciones siempre estuvieron llenas de mensajes llamémoslos revolucionarios que para algunos han estropeado la pureza de su cante. “El que quiera cantarle a los farolillos de la Feria de Sevilla que lo haga. Yo canto mis verdades”, dijo en su día. Ahora añade: “No me arrepiento de nada, aunque a lo mejor hoy no hubiera grabado algunas letras, como esa de Carrasco que dice: En lo alto de un olivo la escopeta voy a colgar… Porque yo nunca he tenido escopeta ni otras armas que las uñas de mis manos”. En cualquier caso, nadie podrá negarle nunca que encontrar rimas que no chirríen para palabras como proletario o Urdangarin tiene un enorme mérito. “Yo no soy el denunciador de Boston. Como yo, hay otros artistas que dicen cosas que molestan a los poderes. Eso nunca se perderá mientras haya injusticia y, por el camino que llevamos, más vale echar pan a las alforjas”.

El Cabrero ha colaborado con grupos de rock como Marea o Reincidentes. Ha hecho un disco de tangos y también incluyó en su repertorio versiones de clásicos como Luz de Luna. A pesar de la pureza de su expresión artística siempre ha sentido un profundo respeto por otros géneros musicales. Pero una cosa es eso y otra muy distinta que se confundan las esencias. No hace falta dar nombres. “La jondura está en el intérprete. Que cada cual haga la música que quiera o sepa, pero a lo que no es flamenco que le pongan otro nombre”.

Se nos va El Cabrero porque “sin fuerzas no se puede cantar flamenco”. El cantaor que supo “esquivar las piedras que me tiraban a dar” ya sólo cantará en su entorno, donde seguirá entregando “hasta el último grano a quien me sabe labrar”. Junto a sus cabras, con su eterno pañuelo al cuello -que nunca será bandera porque “casi siempre han servido para enfrentar”-, encenderá en la intimidad esa chispa, ese duende lleno de quejíos y tristeza, y seguro que cantará esa última estrofa de Pastor de nubes -también de su querida Elena-, que reza así:

“Y cuando el tiempo me gane

ya cansado y para viejo,

jugaré a pastor de nubes

y de zagal pondré al viento”.

(Fuente: El Mundo – Andalucía / Autor: Javier Lorenzo)

Francisco Campos

Francisco Campos

Nació en Sevilla en 21 de julio de 1958. Trabaja como administrativo. Es autor del libro "La Constitución andaluza de Antequera: su importancia y actualidad" (Hojas Monfíes, 2017).

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