Explotación de los refugiados sirios en el textil turco
“¡Riiiing! ¡Riiiing! ¡Riiiiinnnggg!”. La campana del colegio Shamona, en el extrarradio de Estambul, da inicio al recreo de la tarde. Son las 12 en punto del mediodía. Lama, una niña refugiada de Idlib (Siria) de nueve años, recoge sus libros y su mochila para salir a comer. Los compañeros bajan frenéticos por las escaleras. “¡Corre, vamos!”, se gritan entre empujones. En cambio, la pequeña está muy cansada y se arrastra por los peldaños hasta la planta principal. “¿Te acordarás de hacer los deberes?”, le pregunta Amin, el director de esta escuela para refugiados sirios. Él sabe que Lama, como algunos de los otros alumnos, no volverá a las clases de la tarde.
Su hermano Mohamed, sólo dos años mayor que ella, le está esperando en el recibidor. De la mano, caminan juntos hacia casa, un pequeño almacén que la familia ha habilitado con un hornillo, varios colchones y un espacio para la letrina. Ahí viven, desde que hace dos años entraron de manera ilegal en Turquía, con su madre, un padre enfermo de la espalda y otros cinco hermanos más. Después de comer un poco de pan y alguna lata de conserva, Lama y Mohamed se preparan para la jornada de trabajo. Como cada día de lunes a sábado, diez horas en un taller textil de su barrio.
“Un vecino nuestro, el propietario del negocio, le propuso a mi padre que Mohamed trabajara para él”, explica Mohanad, el hermano mayor. Fue así como el muchacho, que se incorporó al mundo laboral con tan sólo nueve años, se unió a la plantilla de una pequeña factoría de camisetas. “No está mal”, dice el pequeño Mohamed, “tengo que poner unas telas sobre otras y cortarlas…”. Como si contara caramelos, usa los dedos para enumerar a sus compañeros. “Está Ahmed… hay otros dos niños como yo, y otros cinco adultos”, revela. Con el pudor propio de un chiquillo que habla de dinero, responde que su salario son 300 liras turcas al mes (94€) y que aunque, “a veces el jefe paga tarde, es bueno con nosotros”.
“¿Cuál es mi juego favorito?”, se pregunta Mohamed, “no lo sé… sólo tengo tiempo para jugar en mi día libre… el domingo”. “Nos gusta estudiar”, dice Lama que, quizá por la poca regularidad con la que acude a la escuela, no sabe cuál es su asignatura preferida. “¡A mí me gusta Árabe!”, interrumpe Mohamed. Por un momento, los dos hermanos actúan como otro dos niños más, discuten, ríen y olvidan que el deber ha interrumpido su mundo de fantasía. Parece que, por sólo un minuto, no recuerdan que su infancia ha sido sustituida por los interminables días en el taller.
El hermano mayor, que ahora tiene 17 años, detalla la sucesión de trabajos ilegales que ha desempeñado desde que llegó al país: “Una pizzería en la que hacía 16 horas diarias, todos los días de la semana” o una fábrica de derivados plásticos donde fundía materiales sin ningún tipo de protección. “Un día me quemé la mano. Un compañero se rasgó la camiseta, me cubrieron la herida con el trozo de tela y me obligaron a seguir…”, recuerda. Dice que los compañeros turcos, a diferencia de los sirios, sí tenían acceso a las gafas reglamentarias, al mono y a la mascarilla. Además, él recibía cerca de la mitad del jornal, “900 liras turcas al mes (281€)”.
Sin tiempo para la escuela
Los profesores del colegio explican que el empleo entre los alumnos, “cada vez más extendido”, está afectando al desarrollo cognitivo de los niños. Por ejemplo, Lama se ausenta con frecuencia a las clases, e incluso “estuvo enferma la semana pasada y tuvieron que llevarla al hospital”. Por ello, no puede seguir el ritmo de aprendizaje normal de la escuela. El director señala que en este centro habrá “cerca de cincuenta” niños en esta situación. “Mira, esta es la lista de los que se ausentarán hoy porque tienen que trabajar”, muestra una de las tutoras. Aún así, saben que es difícil hablarlo con los niños porque “se avergüenzan” de ello. Y con las familias, que necesitan esos escasos salarios para sobrevivir.
En las callejuelas del barrio Zeytinburnu de Estambul es donde se esconde la mayor red de talleres textiles de Turquía. Éste es precisamente uno de los focos regionales de la explotación infantil y el trabajo ilegal. Cualquier callejón alberga pequeños locales subterráneos cargados por el ruido de las tijeras y las máquinas de coser. Algunos son grandes almacenes, otros, simples cuartos confinados, en los que una docena de operarios, colocados en filas, se afana en sus labores. Estos negocios cosen por encargo “los modelos” de camisetas o pijamas que les envían firmas nacionales de segunda categoría.
“Se busca trabajador”. Aquí, las ofertas de empleo están escritas a mano y cuelgan, en sencillos carteles, de portales y ventanas. Pero no están anotadas en el idioma nacional, en turco, sino en árabe. Porque la mano de obra en el `barrio de los talleres´ es refugiada, es decir, ilegal. Los sirios, así como los iraquíes, afganos, paquistaníes u otros refugiados, no tienen acceso al mercado laboral (El gobierno anunció nuevos permisos en enero de 2016, pero todavía no se han hecho efectivos). Esto les obliga a recurrir a las mafias o a aceptar puestos abusivos. La organización Business & Human Rights Resource Center alertó que “entre 250.000 y 400.000 sirios están empleados de manera ilegal en el país”.
Por ello, y porque “Turquía es el tercer exportador textil a Europa”, B&HRRC ha puesto el foco sobre las grandes marcas de ropa y su vínculo con los pequeños talleres de explotación. Una encuesta realizada a las principales firmas concluyó que C&A, H&M, NEXT y PRIMARK “informaron haber encontrado refugiados sirios en sus fábricas proveedoras durante el proceso de auditoría realizado en 2015”. Pero probablemente sea casi imposible garantizar lo que ocurre en las cadenas de producción subcontratadas porque, además de que ésta es una práctica común en este país, los inspectores anuncian sus visitas con días de antelación. Pero el caso más alarmante se encuentra en el extendido uso de menores, en ocasiones niños, en el proceso de fabricación. Según el mismo informe, tanto H&M como NEXT encontraron menores sirios empleados dentro de sus fábricas.
“Un turco no aceptaría este salario”, afirma el responsable de una manufactura en la que se realizan labores para una firma “made in Turkey”, “¡me pedirían 2.000 liras turcas al mes (625€)!”, exclama. Entre las ocho personas que forman la plantilla, dos de ellos apenas superan los 14 años. Mientras ‘el jefe’ señala a uno de los chavales, que se esfuerza torpemente en doblar unas camisetas, dice que “el problema de los niños es que no saben trabajar”. Por eso se les confían tareas fáciles como planchar, darle a la vuelta a las prendas o recoger el cúmulo de telas. Uno de los muchachos, como consecuencia de los movimientos repetitivos, manifiesta varios tics nerviosos al manipular la tela y se frota con desagrado una de las muñecas.
Una tendencia en aumento
“Lo hacemos por ellos, están en una situación de necesidad”, comenta otro de los gerentes que apunta, con desprecio, a un chico de 13 años que cose, rendido, sobre una mesa de madera. En la calle contigua, donde se ultiman camisetas turísticas con flecos, tres niñas de unos 11 años amontonan las piezas dobladas. Una de ellas se mueve dando brincos por el almacén, como si en lugar del puesto de trabajo, creyera estar en un parque de juegos. En otra factoría, una chica que ni siquiera llega a la mesa, introduce, como puede, conjuntos de pijamas en los envoltorios de plástico.
Como muestra, de los 11 talleres que visitó El Confidencial, 7 de ellos empleaban a menores de 18 años. Y es que no hay cifras oficiales sobre el número de menores extranjeros que son víctimas del empleo infantil. Human Rights Watch publicó que más de 400.000 niños refugiados sirios en Turquía no asisten a la escuela, y ésta podría ser la estimación del número de menores de Siria, la población refugiada más numerosa, que son vulnerables a este tipo de abuso. “Normalmente, los padres no pueden mantener a sus hijos con el bajo salario que consiguen en el mercado ilegal y, como consecuencia, el trabajo infantil va en aumento”, relata el informe.
Además, los menores son, siempre, los empleados más rentables. Mientras que los adultos en el sector textil irregular reciben un salario de unas 750 liras turcas mensuales (234€) en jornadas semanales de 72 horas, cuando el máximo legal son 40 horas, los menores ganan cerca de la mitad. Supuestamente, porque no pueden desarrollar funciones muy especializadas. Pero esta es la trampa de la explotación infantil en Turquía. Las familias necesitan generar más ingresos y así evitar que sus hijos mendiguen en la calle. Los contratistas, bajo ese pretexto, obtienen mano de obra muy barata y fácil de manejar.
Este mercado de asalariados “baratos” se desarrolla en un contexto favorable al trabajo infantil porque en Turquía la edad mínima para entrar en el mercado laboral es 15 años, siempre y cuando se desempeñe un “trabajo ligero” (hasta los 18 años), según la legislación turca, “que no dañe el desarrollo físico, mental y moral del menor”. Con respecto a la población turca, las estadísticas apuntan que 893.000 niños de entre 6 y 17 años estuvieron empleados en el año 2012. “La primera causa de estas cifras elevadas podría ser la pobreza y, después, la tradición. Sobre todo en el sector agrario”, explica Nejat Kocabay, director de programas de ILO – Turquía (Organización Internacional del Trabajo).
Sin embargo, no se han recogido datos ni realizado estudios oficiales sobre la explotación infantil que ocurre hoy entre los refugiados. “Aunque lo vemos como una exigencia, puesto que viven 3 millones de sirios en Turquía y la mayoría de ellos son niños muy pequeños y en edad de ir al colegio, por lo que están en riesgo”, admite Kocabay. Aún así, en su “opinión personal”, dice, el uso de niños en las fábricas textiles “no está muy extendido”, porque “la industria turca tiene un buen sistema de inspección”. Con buen sistema de inspección o sin él, parece que el mercado ilegal que fluye entre los sótanos de Turquía se concibe como una solución rápida para los refugiados que, desde hace años, deambulan por las calles del país. Un remedio que facilite el sustento justo que estas personas necesitan para sobrevivir.
(Fuente: El Confidencial / Autor: Pilar Cebrián)
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