El 18 de julio de 1936 no comenzó una guerra civil

Aunque en todos los medios desinformativos leamos y oigamos lo contrario, no se cumplen 80 años del inicio de la Guerra Civil, por la sencilla razón de que dicha guerra civil nunca existió. Una guerra civil es un pueblo dividido y confrontado mediante las armas. El 18 de julio de 1936 no hubo una parte del pueblo andaluz, o de ningún otro país bajo dominio español, enfrentado a la otra, sino un mero pronunciamiento militar. El último de una larga lista protagonizada por un ejército acostumbrado a utilizarlos como procedimiento para garantizar el devenir político de los estados españoles en conformidad con los intereses de la oligarquía,  de determinada facción burguesa, o de asegurar la propia existencia de los mismos.

Los pronunciamientos militares solían consistir en una sublevación de una parte del ejército, que se revelaba en sus cuarteles y realizaban un manifiesto político, el pronunciamiento, de ahí su denominación, a favor de la imposición de determinados criterios mediante una demostración de fuerza que solía limitarse a un despliegue de fuerzas y a mostrar la amplitud de la asonada. Todo quedaba resuelto en unas pocas horas o, a lo máximo en unos días. Si la mayoría de los militares o una parte suficientemente determinante de estos se alineaban al lado de los sublevados, se “pronunciaban”, el golpe triunfaba. En el caso contrario, los sublevados deponían las armas y huían al extranjero o pactaban su marcha al exilio.

Aunque había determinados elementos o incluso sectores sociales de la burguesía que se solían adherir, o hasta las mismas asonadas podían estar codirigidas por determinados políticos, los pronunciamientos eran exclusivamente militares. No sólo excluían la participación de civiles sino que la rehuían. Incluso los de carácter más liberal o progresistas actuaban así. Como “profesionales” menospreciaban el papel del elemento civil, más allá del imprescindible apoyo subordinado, y como burgueses temían las consecuencias de otorgarles protagonismo y, más aún, de proporcionales armas a la población.

El Golpe de Estado del 18 de julio cumplimentó las típicas características de todos los pronunciamientos que le precedieron. Comenzó con la sublevación de una parte del ejército, en este caso de las tropas del “protectorado de Marruecos”, tras el correspondiente pronunciamiento del general al mando, en esta ocasión del General  Franco, y continuó con la adhesión al mismo de otros mandos, oficiales, acuartelamientos y tropas en el resto de territorios del Estado impuesto. Ni entre sus dirigentes ni entre las tropas había civiles, más allá de lo meramente secundario, anecdótico y excepcional. Nunca hubo “alzamiento nacional”, una parte de los pueblos alzados en armas contra la otra. Los “alzados” eran sólo parte de los militares y se “alzaban” contra los pueblos, contra sus clases populares.

Pero en esta ocasión ocurrió lo inesperado. Esas clases populares no se limitaron a ser meros espectadores, como había ocurrido en los anteriores pronunciamientos, sino que se pusieron en pie, tomaron en sus manos la lucha contra los golpistas, los derrotaron en la mayoría de las principales ciudades y se interpusieron en su avance, ralentizándolo o incluso paralizándolo. Una sublevación militar  que pretendía imponer a los pueblos gobiernos y políticas reaccionarias, se vio desbaratado por el arrojo y la determinación popular. El Golpe de Estado no sólo había fracasado sino que había empeorado la situación. En lugar de imponer una república burguesa conservadora impulsó el desarrollo del activismo popular autogestionado. El binomio liberalismo – autoritarismo se transforma en el de poder popular – poder burgués. La lucha de clases entraba así en una fase decisiva, pre-revolucionaria. La dictadura del Capiatal estaba en proceso de desmantelamiento.

La burguesía estaba horrorizada ante la visión del pueblo en armas. Toda ella, desde los más ultramontanos que abominaban de la democracia representativa hasta sus más progresistas defensores. La respuesta fue intentar neutralizar a las clases populares. Mientras que la pequeña burguesía republicana se centró en hacerlo restableciendo la “legalidad republicana”, o sea desarmando al pueblo y volviendo a imponerle las “instituciones”, la gran burguesía, mucho más consciente de que lo que estaba en juego, que ya no era el predominio de sus intereses sino su propia supervivencia, transforma el golpe auspiciado en guerra de exterminio. Ya no bastaba con “enderezar” e imponer el “orden”, ahora el objetivo era una especie de “solución final”. Se trataba de acabar con unas generaciones de clases populares incontrolables, y por tanto “inservibles” para la explotación,  y establecer un régimen que efectuase una reeducación colectiva que hiciese posible la reutilización de sus descendientes.

Si  la guerra  duro casi tres años, más allá de los porqués derivados de la heroica resistencia popular, se explica también por la puesta en práctica de dicho plan de exterminio. A mayor duración de la misma más posibilidades de matanzas generalizadas. Y si la Dictadura duró casi cuarenta años, más allá de la inacción y la traición de la “oposición democrática”,  se explica igualmente por la propia temporalidad necesaria para poder llevar a cabo el proyecto “reeducativo”.

Ese cambio y esa intencionalidad exterminadora quedaron confirmados por el propio Franco en una entrevista concedida a un corresponsal americano, tras ser nombrado jefe del Estado y de los ejércitos en el 36. Cuando el periodista le pregunta: “¿No hay posibilidad de tregua, ni de compromiso?”, él respondió que no, y añadió: “nosotros estamos decididos a seguir adelante a cualquier precio”. El entrevistador le insinuó que para hacerlo “tendría que matar a media España”, a lo que Franco remarcó: “he dicho que al precio que sea”.

El plan era el exterminio mediante la muerte y el exilio exterior de los sectores más combativos, a través del genocidio cotidianizado durante la guerra y la represión homicida sistematizada de la posguerra,  y el amordazamiento mediante el terror de estado institucionalizado del resto, a partir del establecimiento del nuevo régimen, a los que no se les dejaba más opción de supervivencia que eso que, a modo de autojustificación, sus propios protagonistas eufemísticamente denominaban “el exilio interior”. Una inactividad y un silencio autoimpuesto para sobrevivir que, en muchos casos, incluía al círculo familiar. Muchos hijos crecieron sin poder recibir de sus padres visiones alternativas a las que les inoculaba el fascismo y el nacional catolicismo, lo que facilito su reeducación en “valores” alienantes de docilidad, pasividad, etc., imprescindibles para posibilitar su manejo, sin los cuales resultaría imposible.

Fue esa reeducación, que afectó a todos, también a los futuros miembros de las nuevas izquierdas que fueron conformándose en “el interior” a partir de los sesenta, el que hizo posible la existencia del “maduro pueblo español”, que en su ignorancia y pusilanimidad inducidas, aceptó como “reforma democrática” la continuidad del régimen tras la muerte de Franco con resignación e incluso agradecimiento. Aquello del se hizo lo que se pudo teniendo en cuenta las circunstancias. Y son sus descendientes, no sólo físicos sino ideológicos, los hijos y nietos de esa “madura” generación, los que han asumido idéntico rol al de sus padres y abuelos. Frutos sociológicos de un neofranquismo que ha mantenido la política reeducativa, por lo que, al igual que sus antecesores, creen vivir en democracia y confían en “salvadores de la patria”, buenos gobernantes que les solucionen sus problemáticas, el protector papa Estado, etc. Ellos son la prueba del éxito alcanzado por el proyecto de Ingeniería social iniciado por el Sistema en 1936.

Ni en Andalucía ni en el resto de países bajo la ocupación española hubo entre 1936 y 1939 una guerra civil. No hubo pueblo contra pueblo. Hubo guerra contra el pueblo. Cada vez que se habla de guerra civil, guerra fratricida, guerra entre españoles, etc., así como de conceptos como los de reconciliación, superación, etc., se está elevando a fascistas y militares golpistas a la categoría de pueblo, así como justificando su actuación, entrando en el juego al régimen, tanto del franquista como del neofranquista. Bajo la apariencia de reconocimiento y reparación, el lenguaje y la versión guerracivilista del pasado lo que hace es perpetuary sostener la “reeducación” colectiva que posibilita la continuidad del engaño y la alienación popular.

Paco Campos para La Otra Andalucía

Francisco Campos

Francisco Campos

Nació en Sevilla en 21 de julio de 1958. Trabaja como administrativo. Es autor del libro "La Constitución andaluza de Antequera: su importancia y actualidad" (Hojas Monfíes, 2017).

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