Resistencia o asilo: la lucha LGTBI en Marruecos que se enfrenta a la vulneración de derechos y violencia de la ley, la familia, la policía o los medios

En Rabat, dos equipos de fútbol femenino se preparan para el partido. Celia calienta con sus compañeras en mitad del campo. Lleva el pelo muy tenso, recogido en un moño, y tiene actitud seria y concentrada porque sabe que ese partido es decisivo. Tiene 23 años y es del sur de Marruecos, de un minúsculo pueblo amazigh. Antes de empezar, se acerca a la banda del campo donde está Lilia, de 31 años. Ella es profesora, de Tetuán, pero vive en Rabat desde hace años. Lilia quiere darle un beso para animarla, pero se contiene y termina dándole un abrazo largo, de los que van más allá de la piel. Quiere irse de Marruecos con ella e irse a vivir a Ámsterdam, pero aún no se lo ha dicho.

Celia y Lilia son pareja desde hace un año, pero lo mantienen en secreto por miedo. Por esta misma razón, ellas y la mayoría de testigos del reportaje utilizan nombres ficticios. Marruecos es uno de los 70 países en el mundo que criminaliza la homosexualidad: el artículo 489 del Código Penal marroquí, herencia de la jurisdicción colonial francesa, castiga las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo con penas de entre seis meses y tres años de prisión, y multas de hasta 1.200 dirhams (más de 100 euros). También las personas trans sufren violencias y exclusión social.

La persecución de la comunidad LGBTI en Marruecos se enmarca en un contexto político de represión y vulneración sistemática de los derechos humanos. “A pesar de que hay elecciones y diferentes partidos, Marruecos es un régimen autocrático, una dictadura con una concentración de poderes en la monarquía y unas pocas élites”, afirma Laura Feliu, profesora de Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Barcelona y experta en el mundo árabe. La criminalización del colectivo LGBTI, según Feliu, forma parte de un engranaje de control social del régimen para castigar conductas que se consideran contrarias al sistema. “Para mostrar su poder, el régimen marroquí necesita ejercer control: control patriarcal, de la juventud, de la familia, de la sociedad… Es importante esta represión para el mantenimiento del statu quo”, añade la investigadora.

El peso de la familia

“Mis padres descubrieron que era homosexual porque vieron una entrevista en vídeo que publicó un diario en las redes cuando colaboré en una campaña por los derechos LGBTI”, explica Youb, un joven de 22 años residente en Rabat pero originario de Agadir, la capital de la región de Souss-Massa, en el suroeste del país. “Aunque hablé a cara cubierta, se podía reconocer mi voz y mi ropa. Durante meses sufrí malos tratos psicológicos por parte de mi familia: me trataban como un despojo y no me querían ayudar económicamente, aunque dependía de ellos para sobrevivir”, explica.

A Mohammed, un joven de 24 años procedente del norte de Marruecos, su hermana le encontró en el móvil conversaciones y vídeos con otros chicos y le dijo que no dejaría más a sus hijos con un “zamel” (mariquita) como él. Estuvo vigilando durante meses y le ofreció dinero para que se fuera a la cama con una chica. “Por suerte no se lo dijo a mi madre, porque no lo habría soportado; me habría echado de casa”, afirma. Le escucha con atención su pareja, Aaron, un joven de 22 años originario de Meknès, una ciudad imperial ubicada a 130 kilómetros de Rabat. Él sí que explica más abiertamente a sus amigos que es homosexual, pero tampoco se lo quiere decir a sus padres.

La familia tiene un peso importante en Marruecos y, según afirman los testigos entrevistados, puede convertirse en correa de transmisión de la LGBTI-fobia. “La presión para adecuarse a la norma y la vigilancia del Estado hacen que las familias tengan que demostrar que están en concordancia con los valores asignados por la sociedad por miedo a ser señaladas”, afirma Laura Feliu.

El papel de la policía y los “mass media”

La noche del 31 de diciembre de 2018, Chafiq, de 33 años, fue detenido por la policía cuando había sufrido un leve accidente de tráfico mientras viajaba en coche. Cuando los agentes vieron que iba vestido y maquillado de mujer, le forzaron a salir violentamente del vehículo y le humillaron ante una multitud. Además, hicieron fotos de su documento de identidad y al día siguiente corría toda su información por las redes sociales.

Este es un ejemplo reciente de la violencia policial ejercida contra personas de sexualidades e identidades de género no normativas en Marruecos. “La policía marroquí humilla y pega a la gente”, afirma la Lilia, que conoce varios casos de violencia física e incluso sexual por parte de policías y confiesa haber sufrido durante meses un seguimiento policial por haber asistido a actos por los derechos LGBTI.

Los medios de comunicación también hablan de hechos relacionados con personas homosexuales o trans de una manera sensacionalista. “Solemos ver titulares como ‘La tragedia de …’ o ‘Enganchan un homosexual a …’. Siempre con connotaciones negativas”, afirma Mohammed. “Se trata como un escándalo y se avergüenza a la víctima; en pocas ocasiones se amplía el foco para hablar de derechos”, añade.

En algunos medios se da voz también a supuestas personas expertas que hablan utilizando prejuicios y falsas visiones científicas. “Vi un debate en la televisión nacional en el que una psicoanalista hablaba sobre el hecho trans como si fuera una enfermedad y se dirigía a una mujer trans como si fuera un chico, diciéndole que estaba enferma y que la gente como ella no merecía vivir”, recuerda Lilia. “Esto puede hacer que la sociedad se ponga en contra de las personas LGBTI si oyen argumentos de una supuesta experta; es muy peligroso”, alerta.

Estigma y exclusión social

El estigma se acentúa sobre los hombres gays con más pluma, ya que son más visibles. “La sociedad marroquí, como la mayoría de sociedades, es muy patriarcal. Por eso, cuando los hombres no demuestran su virilidad y son considerados afeminados, la violencia y la exclusión social que sufren es aún más fuerte y la viven en la familia, en la escuela y el espacio público”, afirma la socióloga marroquí Safae El Hadri.

En el caso de las personas trans, la situación es más dura, sobre todo si no se ajustan a los patrones binarios de hombre-mujer. “Tengo amigas trans que toman pastillas de testosterona o anticonceptivos para hormonarse, ya que no tienen apoyo médico”, explica Lilia. “Tampoco reciben ninguna ayuda psicológica o familiar, y tienen dificultades para encontrar trabajo, por lo que muchas acaban dedicándose a la prostitución para sobrevivir. Me gustaría tener su coraje y su fortaleza”, añade.

Doble vida y espacios de seguridad

Lina tiene 45 años, es del norte de Marruecos y es lesbiana. Tiene una vida profesional exitosa como dirigente de una empresa de construcción y un estatus social elevado, pero sus relaciones personales las mantiene en el ámbito privado. “En este país, las personas homosexuales tenemos una doble vida: una pública y otra puertas adentro. Nos escondemos en casa para poder expresarnos libremente”, explica. “Mis amigas y yo, como mujeres, si queremos organizar una fiesta o tener un momento de ocio, no salimos a los bares ni a la calle, porque se nos juzgaría. Hemos tenido la necesidad de crear espacios de seguridad”, detalla.

Esta actitud diferenciada en el espacio público y el privado también marca la relación de Mohammed y Aaron. “Fuera de casa nunca nos cogemos de la mano ni nos mostramos afecto —afirma Aaron—, de hecho, si noto que alguien nos mira sospechosamente empiezo a decir ‘colega’ o ‘tío’ para aclarar que tenemos una relación sólo de amigos”.

Ante la hostilidad en el espacio público, la comunidad LGBTI busca espacios de seguridad para relacionarse. Además de las casas, también algunos bares, cafeterías, calles o hammams (baños públicos) se convierten, de manera discreta, en lugares de encuentro, relación y cortejo. También las aplicaciones de citas y las redes sociales se han convertido en una vía para conocer gente, aunque “hay que tener cuidado, porque hay personas que se hacen pasar por otros para robar fotos o vídeos y luego chantajear”, dice Mohammed.

Resistir en la clandestinidad

Ante la represión, hay quien resiste y se organiza para denunciar la homofobia y la transfobia. A partir del Movimiento 20 de febrero (impulsor de la Primavera Árabe marroquí de 2011), han aflorado diversos colectivos (no legales) y asociaciones (legalizadas por el Estado) que defienden los derechos humanos y las libertades. Aswat y Akaliyat son los principales colectivos que denuncian las agresiones contra la comunidad LGBTI en el país, ofrecen apoyo legal, psicológico o médico y hacen campañas de sensibilización, mayoritariamente de forma clandestina para evitar represalias. “Hacemos campañas a través de las redes sociales, seguimos los casos de agresiones o detenciones y nos ponemos en contacto con la red de abogados, médicos o psicólogos que nos pueden ayudar”, explica Oussama Borouja, presidente de Akaliyat.

También existen asociaciones legalizadas como MALI, un movimiento universal, laico y feminista que defiende especialmente los derechos de las mujeres y de la comunidad LGBTI. “Hay que movilizarse y tejer alianzas con el colectivo LGBTI, solo así avanzaremos también con el resto de derechos”, afirma Sara Aouni, miembro de MALI. “Por eso, nosotros también salimos el 17 de mayo, Día Mundial contra la Homofobia y la Transfobia, a manifestarnos ante el Ministerio de Justicia y del Ministerio de Sanidad para pedir al Estado que abolía el artículo 489 y deje considerar la homosexualidad como una enfermedad”, añade.

Activistas LGBTI y por los derechos humanos se enfrentan a menudo a seguimientos policiales y acoso por parte del poder. “La policía secreta se presentó en casa de mi familia cuando quisimos legalizar Akaliyat”, explica Borouja. “Hay que asumirlo y seguir. Si no, nunca hablaremos de nuestros derechos”.

El asilo como salida

Ante la imposibilidad de vivir libremente su vida, algunas personas LGBTI se plantean marchar de Marruecos y pedir protección internacional en otros “No es fácil dejar tu país, la familia, los amigos… No nos sentimos ciudadanos respetados aquí, pero el asilo lo dejamos como última alternativa. Mientras tanto, hay que cambiar mentalidades”, afirman Mohammed y Aaron. Lina comparte esta visión: “Si todos los que sufrimos injusticias nos vamos, ¿qué cambio habrá? Si no resistimos y concienciamos la población desde dentro, no mejoraremos nuestros derechos”. Oussama también recuerda que irse del país no es fácil, ya que la solicitud solo se puede hacer en la frontera o en el país de acogida. “O accedes a Ceuta y Melilla y pides la protección internacional allí o necesitas un visado por el país en cuestión, ingresos, una cuenta bancaria… Hay muchos que necesitan visado y no tienen los medios”, apunta el activista.

Por Celia y Lilia, la situación es insostenible. “Si ahora me dieras la posibilidad de marcharme con mi pareja, la aceptaría al instante, sin llevarme nada”, explica Celia. “Aquí no me siento segura ni puedo vivir la vida que quiero. Solo respiro, miro y me callo. Actualmente me siento así”.

(Fuente: El Salto / Autores: Víctor Yustres, Victòria Oliveres y Sònia Calvó Carrió)

Francisco Campos

Francisco Campos

Nació en Sevilla en 21 de julio de 1958. Trabaja como administrativo. Es autor del libro "La Constitución andaluza de Antequera: su importancia y actualidad" (Hojas Monfíes, 2017).

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