Flamenco: La herencia árabe en el cante tradicional


Grandes como planetas se pusieron mis ojos aquella tarde de 2009. Tenía solo 11 años pero no olvido el espectáculo del Ballet Español de Cuba con sus intérpretes y las paredes del teatro respirando: agrandándose y encogiéndose
Lo primero que se escuchó fueron los cantos, seguidos del rasgueo vibrante de la guitarra. El bailarín, vestido de blanco y negro, camisa almidonada, pantalones ajustados, avanzó hacia el centro del escenario. Se detuvo. Y con un movimiento que parecía brotar de los huesos, acariciaba el piso, con el talón, con el costado, un goteo de golpes precisos, una trama de sonidos perfectos.
Envuelta en esa tensión, apareció la joven: pelo recogido, vestido ancho salpicado de lunares. Chasqueaba los dedos hasta que sus pies se convertían en queja, en susurro, en un grito de “olle”. Y allí se quedaron, plantados frente a frente durante dos, tres compases, mirándose.
Creo que su intervención duró unos 20 minutos, pero no puedo asegurarlo, porque asistir a un baile de flamenco es traspasar los límites de lo meramente “artístico” para adentrarse en un fenómeno multicultural, enraizado en lo gitano e influenciado por la tradición árabe.
Atractivo y rítmico, el flamenco es heredero directo de las Nawbas (o Nubas), creadas por el músico Abu l-Hassan Ali ibn Nafi, triunfador en Bagdad y Córdoba.
Cuando cayó la noche sobre el reino de Al-Ándalus, y los inquisidores prohibieron los bailes, las comunidades gitanas lo guardaron en secreto.
Preservaron su estructura rítmica compleja, compases asimétricos que resurgen en palos como las bulerías, las alegrías o la soleá, junto a los movimientos de manos, las repeticiones hipnóticas, la improvisación.
Negar las raíces árabes del cante jondo sería borrar el aroma a desierto de sus notas, al sol del Mediterráneo oriental, a las tierras del norte de África.
Hoy, apreciar este baile, saberlo fruto de una larga tradición, coloca al espíritu en una posición de ventaja, es vivir agradecidos diálogo de “olles” y rasgueos, un orgullo que alimenta regiones.
Por Amaya Rubio Ortega.
Fuente: Almayadeen.
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