El apartheid de las otras mujeres melillenses. Musulmanas nacidas en Melilla a las que no le son reconocida su ciudadanía

Noor no se llama así, es el nombre que ha elegido para preservar su identidad. Una identidad que, en cualquier caso, ninguna Administración española le reconoce. Esta joven nació en Melilla hace 28 años, a donde cada día iban a trabajar su madre y su abuela como trabajadoras domésticas desde Beni Enzar, la localidad fronteriza alauí. Noor tiene tres hijos también nacidos en esta Ciudad Autónoma, a donde se trasladó cuando se casó con un hombre marroquí con permiso de residencia español, gracias al cual sus hijos también lo tienen. Pero ella, como miles de mujeres en la ciudad fronteriza, carecen de cualquier tipo de documentación española: ni tarjeta sanitaria, ni empadronamiento, ni permiso de residencia. Son irregulares e invisibles en una ciudad cuyas instituciones han sostenido durante décadas que no existen. Como muchos de sus hijos, a los que el saliente gobierno del Partido Popular, que ha gobernado la ciudad durante diecinueve años, les ha negado el derecho incluso a ser vacunados y a ir al colegio. Es el apartheid que sufre parte del pueblo originario de Melilla, como serían considerados en territorios como América Latina.

Noor viste shilaba y velo por imperativo de su marido. Como licencia estética, calza zapatillas deportivas negras, su color favorito también para la túnica que le llega a los pies. El colorido lo limita al pañuelo que cubre sus cabellos. Las gafas de sol redondas de estilo bohemio complementan el look de esta joven risueña que estudió hasta los diecisiete años, cuando se casó con un compañero de trabajo de su padre, ambos dedicados a cruzar la frontera con mercancía a cuestas en el llamado comercio atípico. Este contrabando legalizado es posible gracias a una excepción acordada entre el gobierno marroquí y el español para los Acuerdos de Schengen –firmados en los 90– que autoriza a los habitantes de Melilla y de la región de Nador a transportar aquello que puedan cargar físicamente, con el fin de dar un respiro económico a la región, y subsidiariamente, de crear una pantalla para el lavado de dinero negro.

Tras casarse, Noor pasó a vivir al lado melillense de la frontera, en el barrio de La Cañada, donde se estima que viven unas 15.000 personas, en su mayoría de origen marroquí y sin documentación. Allí paga por una habitación de siete metros cuadrados para ella, sus tres hijos y su esposo 400 euros al mes. En ella duermen todos, hacen los deberes los críos por las tardes, pasan las horas muertas lo fines de semana… No es una situación excepcional, es la norma entre las mujeres marroquíes que se casan con hombres con permiso para residir en España.

Para que ellas pudieran acogerse a la reunificación familiar y así obtener un permiso de residencia, la Administración les exige que ellas tengan un contrato de trabajo de 40 horas semanales y un año de duración o que ellos tengan nóminas de cuantías que, supuestamente, garanticen el bienestar de todas las personas a su cargo. En el caso de Noor, teniendo tres hijos, el mínimo serían 1.600 euros. Los días buenos su marido gana unos 20 euros en la frontera. Ella, que una vez que intentó separarse de él aguantó veinte días sola con sus hijos –hasta que se le acabó incluso la leche para darles de comer–, es consciente de que “sin estudios, sin papeles, sin trabajo, ¿dónde voy a ir?”. La única oferta laboral que ha conseguido en esta década viviendo en la ciudad fronteriza ha sido por parte de la familia que, primero, empleó a su abuela, y para la que sigue trabajando su madre como cocinera, limpiadora, cuidadora de los niños… por unos cinco euros la hora. “Pero mi madre no va a dejar su trabajo para dármelo a mí”, explica Noor que, pese a todas las dificultades, rechaza la idea de irse a Marruecos porque “quiero que mis hijos tengan una carrera y para eso es importante que sigan sus estudios aquí desde pequeños”.

Noor se quedó embarazada una cuarta vez, pero subiendo por una de las cuestas de su empinado barrio, sintió que lo perdía. Se fue al hospital y, como es habitual para las mujeres que carecen de tarjeta sanitaria, se negaron a atenderla. “Me decían que había venido de Marruecos a parir aquí, que me fuese a mi país”.

Proyecto Cañada Viva

A unas decenas de metros de la casa de Noor se encuentra el colegio León Solá, el gueto escolar de La Cañada. Su aspecto no se corresponde con la imagen prototípica de un colegio español, sino más bien con un cuartel de la Guardia Civil abandonado desde hace décadas: muros de cinco metros de altura quebrados por profundas grietas rodeando el patio, y pasillos y aulas con la pintura desconchada. La abundante decoración elaborada por los niños y niñas no logra ocultar el estado de abandono y precariedad en el que pasan sus días.

Entre sus más de 750 estudiantes sólo hay uno que no es de origen magrebí o subsahariano. Es el hijo de uno de los impulsores de Cañada Viva, un proyecto de la Asociación de Padres y Madres del centro dirigido a romper con la estigmatización de vivir en un barrio conocido popularmente como Cañada de la Muerte. Entre las numerosas actividades que organizan se encuentra un grupo de batucada de 40 niños y niñas para fortalecer su autoestima y talleres de salud y clases de español para las madres cuando les dejan en clase.

De las veinte mujeres que participan hoy en la formación, ninguna tiene ningún tipo de documentación, incluido el empadronamiento, que en el resto del Estado español es un trámite no sólo legal sino recomendado por las instituciones a las personas en situación administrativa irregular. En Melilla, para registrarse en el padrón exigen, incumpliendo la normativa nacional, el permiso de residencia y para obtener este, además de los requisitos detallados anteriormente, el padrón. Una gymkana burocrática diseñada para impedirles de facto salir de la clandestinidad. Una de sus consecuencias directas es la imposibilidad de acceder a la tarjeta sanitaria, por lo que estas mujeres solo pueden acudir a urgencias donde, además, únicamente les atenderán si sus maridos tienen permiso de residencia y firman un compromiso de pago de la atención sanitaria.

“Yo no voy al médico aquí”, explica una de ellas –como Noor, todas prefieren preservar su identidad–. “Fui una vez por una infección cuando estaba embarazada y me llegó una factura de 500 euros”. El resto asiente, explican experiencias similares, relatan tratos irrespetuosos y racistas, acusaciones de no vivir en Melilla y de querer aprovecharse de los recursos.

Bouchra Azagagh es educadora social del programa Cañada Viva y responsable de este grupo de clases de español. Recuerda el caso de una de las mujeres a la que dos años después tener a su hijo por parto natural le llegó una factura de 2.000 euros. El resto de las mujeres vuelven a sacudir sus cabezas afirmativamente, se lanzan a contar sus dificultades, a describir esa vida en Melilla que resumen en una palabra: trampa.

“Cuando vamos a visitar a nuestras familias en Marruecos con los niños, si volvemos en fin de semana –que es cuando solemos ir–, la Policía española no nos deja pasar porque no tenemos papeles”, empieza una. “Les digo: ‘Pero escucha, escucha’. Y sólo nos dicen ‘vuelta, vuelta”, continúa otra. Y se suma el resto atropelladamente: “Nos tenemos que quedar a dormir todos en el coche hasta el lunes por la mañana y entonces, como tenemos pasaporte de Nador nos dejan pasar como si fuésemos trabajadores transfronterizos y nos fuésemos a volver por la noche”. Interviene una que ha estado callada hasta ahora: “Nos dicen: ‘Tu marido puede pasar con los niños, pero tú no, que no tienes papeles”; “A veces, si nos bajamos los niños y yo del coche y pasamos solos nos dejan pasar porque claro, tres niños con permiso de residencia, ¿dónde van a ir solos?”.

Insisten en que quienes peor lo pasan son sus retoños al ver el trato recibido por sus madres. “Nuestros hijos y nuestros maridos son de aquí, ¿dónde quieren que vayamos?”, sentencia otra, que tras esta frase –la primera que ha pronunciado en la hora que llevamos con el grupo– ya no puede parar: pregunta qué salidas hay, si siempre va a ser así, qué sentido tiene todo…

“En España, y más concretamente en Melilla, es muy fuerte el peso histórico de los siete siglos de población musulmana viviendo en la Península, y tiene mucho que ver con el discurso del miedo al moro que se escucha aquí continuamente. Hay muchas similitudes entre el gobierno popular de Imbroda y el de Trump, aunque allí la cuestión es que donde está la frontera eran tierras mexicanas ocupadas por México”, analiza Amelia Neumayer, una neoyorquina licenciada en Ciencias Políticas y Lenguas Romances que lleva ocho meses investigando en Melilla el impacto de la frontera en la población.

Neumayer explica la política de exclusión y aislamiento de estos barrios, en los que sus habitantes hablan de ir a Melilla porque no se sienten parte de la urbe, a través de otra de las soflamas más empleadas por los líderes locales del Partido Popular: el efecto llamada. “Aquí se plantea que si la gente que viene de Marruecos está con un nivel de vida decente, entonces va a haber una invasión”. La politóloga lamenta que “Melilla es un lugar donde es fácil frustrarse ante la inmensidad de las dificultades, pero al mismo tiempo he encontrado mucha comunidad, sobre todo entre estas mujeres que luchan todos los días para salir adelante ellas y sus hijos e hijas”.

Todo contra la “marroquinización”

“Estas familias sufren un apartheid: viven totalmente apartadas de las condiciones de vida dignas y de los derechos propios de una ciudad española. Están relegados a un submundo del que se benefician los señoritos que las tienen trabajando en sus casas por cinco euros la hora a la vez que niegan su existencia y la de sus hijos”, sostiene José Palazón, de la ONG Prodein. El portal del edificio donde tiene su oficina amanece diariamente con decenas de mujeres haciendo cola. Saben que, desde hace un año, esta ONG libra dos fundamentalmente dos batallas: que sus hijos sean escolarizados, en los casos en los que no lo están, y que ellas puedan acceder a un permiso de residencia y, consecuentemente, a la tarjeta sanitaria.

Para lograrlo, el año pasado se concentraron semanalmente, durante meses, 160 menores con sus madres ante la Consejería de Educación gritando “Queremos ir al cole”. Consiguió que el Ministerio forzase la escolarización de 145. Los 15 restantes carecían de tarjeta sanitaria, el documento con el que Prodein evidenció que eran niños y niñas melillenses. El Partido Popular y Vox convirtieron el ingreso de estos infantes en las escuelas en un pilar de su discurso contra la “marroquinización de Melilla”, hasta el punto de conseguir que los 15 que carecían de tarjeta sanitaria fueran expulsados tras haberse comprado los libros de texto, los ‘babis’ y haber compartido aulas con sus compañeros durante semanas.

Desde entonces, y a pesar de que el gobierno de Pedro Sánchez había recuperado la sanidad universal, en Melilla dejaron de expedirse tarjeta sanitarias a los menores, algo hasta entonces impensable. Es el subterfugio que el gobierno local del Partido Popular encontró para evitar que más menores pudiesen ir al colegio.

“En el resto de España, el único requisito necesario para que un niño o una niña pueda ir al cole es estar en edad de ir al cole. Aquí la Administración está criando críos marginales, que viven con sus familias en habitaciones que son más bien chabolas, y que lo único que pueden hacer todo el día es ver pasar la vida y tirar alguna piedra cuando pasa el autobús por La Cañada. Y todo, según la ultraderecha, para que no ‘marroquinicen’ Melilla. ¡Pero si ellos son hijos e hijas de Melilla!”, estalla Palazón, que sólo en lo que llevamos de 2019 ha registrado expedientes de más de 200 familias en esta situación de indocumentación –tanto de madres como de hijos e hijas– ante el Instituto de Gestión Sanitaria (INGESA), la delegación de gobierno en Melilla y el Defensor del Pueblo. Este último ha apoyado públicamente en la exigencia al gobierno de Prodein para que todos los menores sean escolarizados. En agosto, la ONG entregó 80.000 firmas recogidas a través de Change.org al Ministerio de Educación para que permita a otros 200 menores ir al colegio. Solo un 10% de estos ha podido esta semana incorporarse al inicio del curso, pese a que según explica Palazón, algunos de los rechazados tenían tarjeta sanitaria o estaban empadronados. «Un despropósito de arbitrariedad», espeta. Mientras, apenas un puñado de niñas y niños han recibido la tarjeta sanitaria solicitada a través de la ONG en lo que llevamos de 2019.

Lo que tampoco han conseguido por el momento desde Prodein es que los bebés nacidos en la ciudad fronteriza a los que no se les da el permiso de residencia sean vacunados. “Cuando dejaron de ponerles las vacunas hace unos cinco años, conseguimos contactos en los ambulatorios que se las ponían clandestinamente, sin cartilla ni nada. Pero los descubrieron, y tuvieron que dejar de hacerlo. Es gravísimo no sólo por los bebés, sino porque están creando un problema de salud pública”. El nuevo gobierno de la ciudad, conformado por una coalición entre el PSOE y Coalición Por Melilla e investido el 16 de julio, aún no ha definido una política sanitaria en este sentido.

“Es la otra valla fronteriza, no la metálica, sino la interna”, concluye Palazón: “No les permiten integrarse, les niegan el arraigo así estén treinta años viviendo aquí. Eso no es estar en España”. Al menos, no en una España democrática en la que se cumple la ley.

(Artículo publicado en #LaMarea71: ‘¿De quién es España?’ (julio-agosto de 2019)

(Fuente: La Marea / Autora: Patricia Simón)

Francisco Campos

Francisco Campos

Nació en Sevilla en 21 de julio de 1958. Trabaja como administrativo. Es autor del libro "La Constitución andaluza de Antequera: su importancia y actualidad" (Hojas Monfíes, 2017).

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