La miseria de las “favelas” de inmigrantes tras las ricas plantaciones de fresa onubenses

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Más de mil inmigrantes se hacinan en el mayor campamento chabolista de Huelva, arrasado parcialmente por el fuego dos veces en cinco meses. Sin agua ni electricidad y en chabolas cubiertas de plástico, cientos de temporeros extranjeros malviven y critican la escasa ayuda que reciben y la dificultad de encontrar otro alojamiento

El armazón está hecho de palés de maderas clavados unos a otros. Como aislamiento, un par de mantas y, a modo de fachada, los mismos plásticos que cubren las plantaciones de fresas, arándanos y frambuesas que proliferan por los alrededores. Así son las chabolas que conforman el mayor campamento de inmigrantes de Huelva, una auténtica favela a sólo unos centenares de metros del casco urbano de Lepe y a un par de pasos de los campos donde crece el oro rojo que ha hecho populares, y ricos, a muchos agricultores de ésta y otras zonas de Huelva como Palos de la Frontera o Moguer.

La calle principal de la favela arranca justo al lado del cementerio y la recorre de un extremo a otro. A partir de ahí, todo es un caos relativo en el que se levantan las frágiles chabolas, con un aspecto parecido, algunas con puertas de madera, otras con sólo una manta como toda protección frente al exterior. Unas pocas, las menos, tienen algo parecido a ventanas enmarcadas con cajas de plástico. No hay ladrillo, no hay cemento ni, mucho menos, electricidad o agua corriente. Mucho peor que una favela de Río de Janeiro.

No hay datos oficiales, pero se calcula que hay más de 400 chabolas en las que malviven hasta un millar de inmigrantes en los picos de las campañas agrícolas que ejercen como imán para estos hombres, del África subsahariana en su inmensa mayoría, que encuentran en el campo la única forma de ir subsistiendo.

En realidad, las 400 chabolas ya no están allí. Cerca de 200, casi la mitad, quedaron arrasadas por el fuego esta gace un par de semanas y de ellas apenas queda hoy ni rastro. Es el segundo incendio en cinco meses y las llamas se veían casi desde todo el pueblo, alimentadas por el plástico, la madera y, lo más peligroso, por decenas de bombobas de butano usadas para cocinar.

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El día del incendio, Mamadou y Broulaye no estaban allí. Ese día habían tenido suerte y estaban trabajando en una finca de arándanos. Cuando regresaron, ya no tenían nada.

“Ni ropa, ni comida, ni papeles, nada”, chapurrea en su español básico Mamadou, de 27 años y que abandonó en 2013 su Mali natal, como hizo también su compañero de chabola, Broulaye, que se quedó con las manos igual de vacías tras el pavoroso incendio. cuyas causas aún investiga la Guardia Civil y que, en un principio, desde el Ayuntamiento se calificó como intencionado.

Ambos han sido acogidos por otros amigos y cuando EL MUNDO habla con ellos no tienen otra ocupación que pasar las horas en la chabola que ahora comparten con otros cuatro hombres.

El interior está oscuro, no tiene ventanas y la única luz entra a través de una puerta entornada que no encaja del todo. Apenas veinte metros cuadrados que se reparten un colchón tirado en el suelo, un par de sillas y un cubo del revés que hace de mesa y un hornillo con una cacerola donde, de vez en cuando, preparan algo de arroz. Miseria en estado puro.

Por eso, reciben a los periodistas con recelo y con una pregunta:«¿Esto para qué sirve?». Y se niegan a salir en la foto. Están cansados de vivir entre tanta miseria y de que nadie se acerque a ellos para echarles una mano. Sobre todo en lo que respecta al alojamiento porque, aseguran, ni en Murcia, Lleida o Albacete -en su ruta laboral de temporeros- encuentran tantos obstáculos para dormir bajo techo. Dicen que lo habitual es una habitación que no cuesta demasiado alquilar, pero no es el caso de Lepe. Aquí, aseguran, «es imposible, no hay».

Esta favela junto al cementerio es la única opción. Lo sabe también el joven Sharif, otro maliense de únicamente 20 años que sólo habla francés y que repite lo «duro» que es vivir bajo una chabola. Sin electricidad y sin agua, que, relata, tienen que ir a buscar al cementerio, a un grifo que les dejan usar junto a una puerta trasera. “C’est dur, très dur”, insiste.

El incendio de esta semana ha servido para que las autoridades recuerden que a apenas unos metros de una de las poblaciones más ricas de Andalucía (apenas hay paro) se acumula la miseria más absoluta en un campamento que lleva años ahí, al alcance de la mano, pero aparentemente invisible para la opinión pública.

Cuentan que llevan varios meses en Lepe, desde que comenzó la campaña de la fresa y los frutos rojos, y que en este tiempo apenas nadie ha pasado por el campamento para ofrecer ayuda. Se quejan de que los pocos que han llamado a sus puertas “sólo hablan y hablan, pero de ayudar, nada”.

Desde el Ayuntamiento de Lepe y desde el Gobierno central, empujados por las organizaciones no gubernamentales que trabajan sobre el terreno, se anuncian estudios y actuaciones para acabar con la infravivienda.

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Aunque el problema no es exclusivo de Lepe. Por ejemplo, en Palos de la Frontera, en una zona conocida como Las Madres, hay cientos de inmigrantes en condiciones similares a las de la favela lepera, cientos de Mamadou, Broulaye y Sharif condenados a dormir bajo los mismos plásticos entre los que, con suerte y de vez en cuando, trabajan. Favelas, o peor, en el patio trasero de las ricas plantaciones de fresa onubenses.

(Fuente: El Mundo – Andalucía / Autor: Chema Rodríguez)

Francisco Campos

Francisco Campos

Nació en Sevilla en 21 de julio de 1958. Trabaja como administrativo. Es autor del libro "La Constitución andaluza de Antequera: su importancia y actualidad" (Hojas Monfíes, 2017).

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