El ejército turco entra a sangre y fuego en el Kurdistán ante la pasividad de Europa (vídeos)
“Os destruiremos en casas, pisos y trincheras. Todas las fuerzas de seguridad, soldados, policías y vigilantes de aldeas continuarán la ofensiva hasta limpiarlo todo y asegurar un clima de paz. No vamos a parar. Continuaremos con la misma determinación”. Con estas palabras, pronunciadas en Konya el 17 de diciembre, el presidente Tayip Erdogán dejaba bien claros sus planes en el Kurdistán turco, donde miles de militares y policías entran a sangre y fuego en las ciudades kurdas para recuperar la autoridad del Estado.
De acuerdo con las distintas cifras suministradas por el propio Gobierno, las organizaciones humanitarias y los partidos de la oposición, en una veintena de ciudades del sureste de Turquía se estaría viviendo una verdadera situación de guerra tras la instauración del estado de queda. En total, la población afectada superaría el millón y medio de personas y unas quinientas mil se habrían visto obligadas a abandonar sus hogares.
De hacer caso a los datos del Ejército, desde el pasado mes de julio, cuando comenzó esta vasta ofensiva en las regiones kurdas, habrían muerto bien en combate o por los bombardeos aéreos unos 3.000 guerrilleros del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), mientras que las organizaciones humanitarias calculan que unos 200 civiles también habrían muerto debido a estos combates.
Solo en las ciudades de Cizre y Silopi, ambas en torno a los 150.000 habitantes, estarían interviniendo en las operaciones para “limpiar de terroristas” estas dos ciudades kurdas unos 10.000 militares, apoyados por tanques, carros blindados, piezas de artillería y, en ocasiones, aviones y helicópteros.
De acuerdo con los sindicatos de Enseñanza, más de 2.000 profesores han recibido la orden de evacuar la zona, las escuelas e institutos han sido cerrados de forma indefinida y algunos de estos centros escolares han sido convertidos en bases provisionales del Ejército.
En Cizre, se contabiliza una media de casi un civil muerto por día, entre ellos un bebé de tres meses y su abuelo, que fue alcanzado cuando precisamente intentaba llegar al hospital para que atendieran a su nieto. En el distrito histórico de Diyarbakir, que lleva más de un mes bajo la ley marcial, Melek Alpaydin, una mujer de 38 años, falleció al ser alcanzada de lleno la habitación en la que se encontraba desayunando por un obús de mortero de gran calibre.
En Silopi, decenas de personas habrían sido llevadas a un complejo deportivo y después detenidas por la Policía, desconociéndose su paradero. Según Firat News, entre ellos estaría Nedim Ocuç, reportero de la agencia de noticias Diha. Entre las personas fallecidas, se encuentran Seve Demir, Pakize Nayir y Fatma Uyar, tres destacadas activistas kurdas que, según distintas fuentes, habrían muerto por disparos de la Policía durante las operaciones de “limpieza” en la ciudad.
Los principales partidos kurdos, como el DBP (Partido Democrático de las Regiones) y el HDP (Partido Democrático de los Pueblos), así como la Asociación turca de Derechos Humanos (IHD) han realizado sendos llamamientos a la opinión pública de Turquía, de Europa y del resto del mundo para que se detenga lo que consideran una masacre contra la población kurda, especialmente en las ciudades de Cizre, Silopi, Nusaybin y Diyarbakir.
Lo cierto es que las imágenes que se han difundido no solo a través de internet sino también por los principales periódicos turcos, como el Turkish Daily News o Zaman, muestran una paisaje de destrucción y desolación que no tiene nada que envidiar a las ciudades sirias.
Pese a la gravedad de esta situación, no se ha producido reacción alguna por parte de los países europeos, que recientemente han llegado a un acuerdo con Ankara sobre los refugiados sirios, en lo que se interpreta como un consentimiento implícito de la escalada represiva a cambio de resolver este grave problema.
La única reacción significativa ha sido, por iniciativa de las asociaciones de abogados de Diyarbakir y Batman, una intervención de la Corte Europea de Derechos Humanos, que ha preguntado al Gobierno turco por los fundamentos legales de los toques de queda instaurados, sobre las necesidades básicas de la población, incluidos los servicios médicos, y si se ha previsto la apertura de corredores para las personas que deseen salir del cerco militar.
Paralelamente, la Asamblea Nacional, a instancias del presidente Erdogán, ha abierto una investigación para retirar la inmunidad parlamentaria a los diputados del HDP debido a su reciente declaración reclamando el derecho a una autonomía para la región kurda, una exigencia que el partido islamista en el poder considera un “crimen” contra el sistema constitucional. Por motivos semejantes, trece dirigentes del DBP y del HDP han sido acusados de colaborar con el PKK y condenados a un total de 155 años de cárcel, entre ellos el alcalde de la populosa y turística ciudad de Van (400.000 habitantes), Bekir Kaya, que ha sido sentenciado a 15 años de prisión bajo esa misma acusación.
La nueva ofensiva en el Kurdistán
Cuando el 24 de junio Turquía anunció su campaña para acabar con la amenaza terrorista el país vivía una relativa normalidad, estando todavía abierta, aunque “in extremis”, la vía del diálogo para resolver el grave problema kurdo. Sin embargo, en solo un mes y debido a las sucesivas oleadas de bombardeos aéreos contra el PKK, el conflicto kurdo se ha reactivado en toda su magnitud, llevando al tercio suroriental del país a un clima bélico sin precedentes y surgiendo, incluso, los primeros brotes de guerra civil.
Se han vuelto a implantar las zonas militarizadas ahora en aplicación de la Ley 2565, que, sustituyendo a la extinta OHAL (Región bajo Estado de Emergencia), autoriza al Ejército a restringir la entrada de personas, vehículos y suministros en estos lugares. En total, se habrían instaurado como mínimo un centenar de ellas en quince provincias, prácticamente todas en la región del Kurdistán.
Se trata, por lo tanto, de una situación muy semejante a la de comienzos de los años 90, es decir, al periodo más duro del conflicto kurdo. Como entonces, ha vuelto a aparecer el fantasma de la destrucción de pueblos y del éxodo de sus habitantes, aventurando el diario Zaman la cifra de 100.000 refugiados.
La principal diferencia entre los años 90 y la actual situación estriba en que la población de varias ciudades se ha unido a la insurrección armada levantando barricadas, cavando trincheras y formando milicias urbanas para impedir la entrada del Ejército. Algunas de las imágenes difundidas muestran situaciones que se podrían considerar los prolegómenos de una guerra civil. Paralelamente, ayuntamientos en manos del pro-kurdo HDP están proclamando el autogobierno municipal y rechazan explícitamente la autoridad del Estado, por lo que el Gobierno ha abierto una investigación a un centenar de municipios para comprobar si sus alcaldes están colaborando con la guerrilla urbana. Varios de ellos, incluidos algunos de ciudades importantes, como Diyarbakir, Batman, Silvan o Yuksekova, ya han sido detenidos.
Erdogán tenía la esperanza de que, con esta ofensiva, el PKK quedara militar y políticamente debilitado al responsabilizar de la escalada de violencia al HDP, considerado su brazo político y que, al perder apoyo popular, quedaría fuera del Parlamento en las elecciones anticipadas del 1 de noviembre, recuperando así el gubernamental AKP la mayoría necesaria para modificar la Constitución e instaurar un régimen presidencialista.
Sorprendentemente, está sucediendo lo contrario. El elevado número de acciones armadas del PKK, el control de carreteras y la aparición de las milicias urbanas en amplias zonas del sureste indican que los bombardeos contra sus bases en Irak no han servido para nada.
De hacer caso a las cifras oficiales de guerrilleros muertos, atendiendo a la diversidad y extensión de las acciones del PKK y teniendo en cuenta que también tiene cientos de combatientes en distintos frentes de Siria e Irak luchando contra el Estado Islámico, habría que concluir que el PKK sigue contando con miles de guerrilleros, además de millones de votos y el control político de las principales ciudades del sureste de Turquía.
Todas las organizaciones políticas hablan de una peligrosa situación que puede llevar a la guerra civil. El MHP ha pedido formalmente que se declare la ley marcial en todo el país. El propio Gobierno acepta implícitamente la gravedad del momento al lanzar la consigna de “yo o el caos” y noventa organizaciones han formado el llamado Bloque de la Paz para movilizar a la población contra la guerra y evitar que Turquía se precipite al abismo.
Incluso dentro del Ejército han surgido voces responsabilizando al Gobierno de lo que está ocurriendo. En varios funerales de militares muertos en combates con el PKK, los representantes de Erdogán han sido abucheados y atacados. En Bursa, el ministro de Salud, que había declarado que todo esto no ocurriría con un sistema presidencialista, tuvo que refugiarse en un edificio gubernamental mientras los familiares le preguntaban cuántos muertos eran necesarios para alcanzar el ansiado sistema presidencial.
Pero el incidente que ha tenido una mayor proyección mediática ha sido el protagonizado por el teniente coronel Mehmet Alkan, quien, uniformado y tras llorar abrazado al féretro de su hermano menor, Alí (32 años), se negó a que el funeral se celebrara con presencia gubernamental. En medio de una impresionante multitud, tal y como se puede ver en los vídeos difundidos, y después de ver cómo uno de sus allegados era silenciado a la fuerza, se abrió paso hasta el ataúd y, desencajado, comenzó a despotricar contra el Gobierno, preguntando por qué quienes hasta hace poco hablaban de paz ahora pedían “guerra hasta el final”. “¿Quién es realmente el asesino?”, gritó dirigiéndose expresamente a quienes viven confortablemente en el nuevo y lujoso palacio de Erdogán.
(Fuente: Cuarto Poder / Autor: Manuel Martorell)
La lucha del pueblo kurdo en Turquía a la sombra de la guerra en Siria
La lucha de los kurdos contra la opresión que sufren por parte del Estado turco tras romperse las negociaciones es condicionada por los logros de sus paisanos en Siria que defienden un amplio territorio.
Hevala Berivan extrae cada uno de los componente de su AK-47. Con cuidado, aparta las piezas y limpia los orificios del fusil. Revisa con meticulosidad cada una de las balas, también el hueco en el que esperan antes de ser disparadas contra un soldado turco. Cuando el sol cae en el barrio de Zap, Berivan ya está preparada para patrullar, junto a decenas de jóvenes kurdos, por la ciudad de Silopi en la parte de Kurdistán, al sur de Turquía. La mayoría de estos combatientes no llega a los 20 años de edad, pero ya conocen el significado de la guerra. “No abandonaremos nuestra lucha hasta que liberen a Apo –como se conoce a Abdullah Öcalan, el encarcelado líder del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK)– o que él mismo nos lo pida”, asegura Berivan.
Al igual que sus compañeros, se muestra indignada y furiosa, envuelta por el rencor del sufrimiento que han vivido sus familiares y la decepción del fracasado proceso de paz entre el gobierno turco, bajo la tutela del presidente Recep Tayyip Erdogan, y el PKK. “Recordamos la presión y falta de respeto. El proceso nunca funcionó. Sabíamos que explotaría y sólo nos han engañado. En los dos últimos años Erdogan ha mostrado su verdadera cara fascista”, continúa esta menuda militante del Movimiento de la Juventud Revolucionaria y Patriótica (YDG-H), un grupo hermanado con el PKK que controla, desde hace cinco meses, decenas de barrios en las urbes del Kurdistán turco.
Los testigos del actual conflicto en Silopi son los edificios agujereados por la balas, las zanjas, los toques de queda, los funerales o las pancartas subversivas. Es un entorno bélico y, según afirman los jóvenes del YDG-H, es el único en el que podrán conseguir sus derechos en Turquía. “Tomar las armas fue nuestra última opción, pero ahora es la única”, concluye Berivan.
Durante un tiempo Erdogan parecía buscar una solución pactada al viejo conflicto con los kurdos en el sureste del país, pero cambió radicalmente de rumbo en los últimos meses. El Ejército turco y las milicias del PKK y del YDG-H están enzarzados de nuevo en una sangrienta guerra en las montañas y las ciudades de la región. Todo esto ocurre con el trasfondo de la guerra en la vecina Siria.
Los kurdos del norte sirio están luchando por sus vidas y su territorio sobre todo contra el Estado Islámico (ISIS), con bastante éxito, como mostró su reciente victoria sobre los islamistas en Kobane, una importante ciudad en la frontera con Turquía. Los kurdos de Siria han creado su propio gobierno autónomo, llamado Rojava. En el norte de la vecina Irak, la mayoría kurda lleva ya años con un Estado cuasi independiente. Sus militares, los peshmerga, también han destacado en la lucha contra el ISIS en Irak y reciben armas y formación de Alemania.
A pesar de que Erdogan forma parte de la coalición internacional que se propone acabar con el avance de los islamistas en la región, el presidente ha demostrado temer más el fortalecimiento de los kurdos ante las puertas de Turquía. Le acusan de pasividad en la lucha contra el ISIS para que éstos debiliten a los kurdos de Rojava. Sin embargo, los terroristas han llevado la guerra hasta el corazón de Turquía con una serie de atentados que culminaron en la masacre del 10 de octubre en la capital Ankara. Ese día mataron a un centenar de personas en una manifestación de simpatizantes del partido pro-kurdo HDP, sindicatos y gente de izquierda. Erdogan se aprovechó del caos y el miedo para presentar a su partido, el conservador AKP, como garante de la seguridad. En las elecciones parlamentarias del 1 de noviembre arrasaron con casi el 50% de los votos.
El YDG-H toma posiciones
La creación del YDG-H hace apenas dos años supone una evolución en la estrategia con la que el PKK combate al Estado turco. Durante los 1990, la confrontación tuvo lugar en áreas rurales y montañosas. Entonces, muchos kurdos fueron forzados a escaparse a las ciudades después de que las fuerzas turcas quemasen y derribasen sus propiedades. Era una forma de evitar que los militantes se escondiesen entre el pueblo. Estos desplazados se fueron junto con sus traumas a las ciudades.
Sus descendientes, que han escuchado la represión sufrida por sus antepasados, son ahora quienes toman el testigo. Así, mientras el PKK continúa la lucha en las montañas, el YDG-H se alza en las urbes en una nueva vuelta de tuerca al enquistado conflicto en el que vive el pueblo kurdo en los cuatro países (Turquía, Siria, Irak e Irán) por los que fue dividido con el Tratado de Lausana de 1923.
En Silopi, decenas de jóvenes, en muchos casos chavales de poco más de 16 años, conforman el grueso que cada noche se enfrenta a las fuerzas turcas. Aquellos que aún no pueden sostener un fusil, merodean por las zonas de reunión, cocinan y aprenden las tácticas que podrían tener que utilizar en el futuro. Es su contribución a la defensa de los territorios autogestionados. En total, tres de los once distritos de Silopi están bajo el control del YDG-H. Allí, las pintadas pro-PKK y banderas con el rostro de Öcalan decoran las calles y la policía no puede entrar desde que, tras la ruptura del proceso de paz, se declarasen las autonomías democráticas en decenas de regiones de Kurdistán Norte.
En este conflicto, el pueblo está sufriendo de nuevo los daños colaterales. Según destacó Human Rights Watch, Turquía está privando de sus derechos a los civiles kurdos. De los testimonios recogidos por esta organización se desprenden torturas, ejecuciones y obstrucción a la atención sanitaria. Estas denuncias son bien conocidas por los kurdos, quienes hace dos décadas ya vivieron una guerra sucia con asesinatos arbitrarios. Hoy, los brotes más oscuros del pasado parecen revivir. “El Estado nos encarcela, nos tortura y nos viola. Si vamos a los hospitales torturan a la gente porque dicen que están con nosotros”, dice indignada Berivan.
Estos abusos han reforzado la connivencia del pueblo con los militantes. Los ciudadanos preparan zanjas y barricadas para entorpecer una posible ofensiva turca y, si hay una operación del YDG-H fuera de los barrios controlados, abren las puertas de sus casas y esconden a los militantes en su huida. “Somos pocos y no muy bien preparados, pero nuestra fuerza radica en la gente y en los años de sufrimiento que hemos padecido. Sin el pueblo no podríamos existir y con ellos nunca nos podrán vencer”, asegura Berivan mientras se escucha el sonido de una escopeta que está siendo descargada.
Más de 40.000 personas han perdido la vida desde 1984
El conflicto entre el PKK y el Estado turco comenzó en 1984. En estos 31 años, más de 40.000 personas han perdido la vida, en su mayoría kurdos. Hace casi tres años comenzó el noveno proceso de paz. Las esperanzas de algunos sectores de la sociedad kurda y la predisposición del AKP posibilitaron los acuerdos de Dolmabache del pasado 28 de febrero. Entre su puntos, destacaban un cambio constitucional, mayores derechos a la población kurda y una descentralización del país. Pero semanas después Erdogan rechazó los acuerdos.
Desde entonces, el Ejecutivo ha bombardeado miles de posiciones en Qandil y ha declarado más de un centenar de áreas de seguridad especial en el sureste de Turquía. Los kurdos, que nunca se fiaron de Erdogan, se habían preparado, como demuestra la erupción del YDG-H y la declaración de las autonomías democráticas. Así, mientras los y las jóvenes luchaban en las ciudades, los alcaldes que secundaron estos autogobiernos fueron pasando por las dependencias policiales junto a miles de activistas pro-kurdos.
Entre las promesas del primer ministro Ahmet Davutoglu, instalado por Erdogan, está la de conseguir la estabilidad, y por tanto solucionar el conflicto con el PKK. Pero, un día después de los comicios de noviembre, se declararon nuevos toques de queda y se intensificaron los bombardeos de bastiones kurdos. “Si el AKP continúa con esta línea dura de los últimos meses, que puede funcionar a corto plazo, estará creando un mayor problema para el futuro. Si siguen retrasando las conversaciones sobre la causa kurda se pagará un alto precio en todo el país”, destaca Gareth Jenkins, experto del programa Silk Road de la Universidad John Hopkins. El gobierno turco, por su parte, no ha cesado de repetir que el PKK tiene que abandonar las armas para volver a la mesa negociadora, algo que no sucederá hasta que finalice la lucha contra el Estado Islámico que los militantes kurdos libran en Irak y Siria.
Durante la noche, en Kurdistán, salvo en los tres distritos liberados de Zap, Karsiyaka y Barbaros, la gente no sale a la calle. Cambian la vida en los cafés por la tensa espera en casa. Los jóvenes, en cambio, recorren la ciudad, apartando las tizas que precisamente deberían de agarrar en los colegios a la mañana siguiente. Muchas familias son conscientes de la lucha de sus vástagos, pero no pueden hacer nada más que esperar al amanecer, cuando conocerán el parte de bajas. Una coyuntura que podría alargarse durante años si la paz no vuelve al sureste de Turquía.
Esta situación no es exclusiva de Silopi, una ciudad anclada en el paso fronterizo de Habur. En Cizre, a apenas 30 kilómetros, la prohibición de salir a la calle duró una semana. En Yüksekova, enclaustrada en las montañas Hakkari, tres de los once barrios siguen controlados por el YDG-H. Allí el tanque de un camión cisterna yace en la entrada del barrio Cumhuriyet, sus lonas de plástico esconden a los kurdos de los francotiradores turcos. El pueblo apoya la sublevación. La historia se repite: jóvenes kurdos y soldados turcos muertos; lágrimas en cada lado por una guerra que califican como política.
El riesgo de morir
A medianoche, en el barrio de Zap, una decena de kurdos conversa sobre Turquía, Kurdistán y su ciudad: Silopi. El runrún de las balas no inquieta a quienes se han acostumbrado a un entorno hostil. Beben té de contrabando y aseguran que apoyan la sublevación popular. Sus palabras están condicionadas por la presencia de militantes y una atmósfera favorable al ideario del PKK, la autoridad real en vastas áreas del Kurdistán turco.
Todos están sentados en taburetes en la zona controlada por el YDG-H. Saludan a los militantes e intercambian pensamientos. Hevala Dicle asegura que este sacrificio merece la pena para lograr una existencia libre. “No habrá descanso hasta conseguir nuestros derechos”, dice. ¿Cree que el pueblo turco está preparado para entender su sistema autonómico? “Lo harán”, aventura esta militante mientras los más mayores asienten con la cabeza.
A unos centenares de metros, a ambos extremos de Zap, los jóvenes no se paran a sentarse; van y vienen mientras el sonido seco de los francotiradores turcos hace temer por un nuevo joven kurdo que se convierta en mártir para ellos. Es la otra cara de la libertad, la que conlleva el riesgo de morir. Esta noche no es el caso, a las seis de la mañana todos han regresado a la casa desde donde dirigen las operaciones de resistencia contra el Estado turco.
No siempre salen indemnes de sus operaciones. Dos días antes, Ali Öduk y Halil Can, dos miembros del YDG-H, fallecieron en una emboscada. En el recorrido que une la mezquita con el cementerio, el pueblo corea “Biji Serok Apo” (Viva nuestro líder Apo), clama “venganza”. La madre de Halil Can no tiene fuerzas para hablar, ni para pedir revancha. Sus ojos están perdidos en el horizonte, candados para los miles de kurdos que acompañan los féretros.
Los testimonios del pueblo se repiten: “entrega de derechos”; “matan a nuestros hijos e hijas”; “Erdogan es un dictador”. La ira crece cuando una patrulla policial ronda el entierro. “Nos provocan”, grita uno de los asistentes. El imán de Silopi, al que definen como una persona prudente, estalla y, en lengua kurda, arremete contra las agresiones que sufre su pueblo. Más tarde, todos abandonan la zona para regresar al barrio de Zap. Ya en la casa-cuartel del YDG-H, una madre trae un retrato de los dos fallecidos. El silencio domina la escena. Cuelgan los cuadros de sus “mártires”. En cinco meses ya han muerto una decena.
(Fuente: La Marea / Autor: Miguel Fernández Ibáñez)
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