Chile decide rechazar una ley que prohibía explícitamente la tortura

El 13 de mayo de 2025 quedará inscrito en la historia legislativa de Chile como una fecha infame. Ese día, la Cámara de Diputadas y Diputados decidió rechazar el artículo del proyecto de ley sobre Reglas del Uso de la Fuerza (RUF) que prohibía explícitamente la tortura.

Lo hizo en pleno siglo XXI, con plena conciencia de la historia reciente del país, en la cara de los miles de víctimas de crímenes de Estado, y en el mismo Parlamento que juró “nunca más” al horror. Lo que ocurrió no es un mero tecnicismo legislativo: es una señal siniestra. Es la institucionalización del desprecio por la dignidad humana.

La infamia no necesita eufemismos.

No hay manera elegante de decirlo: hoy, un grupo de parlamentarios votó en contra de prohibir la tortura. No en dictadura. No en un régimen autoritario. No bajo el mando de un general golpista. En democracia. En la república que se prometía moderna, garante de derechos, y heredera de los principios del Estado de derecho.

¿Cómo se explica que representantes elegidos por el pueblo hayan decidido, conscientemente, eliminar la barrera más básica que impide que el poder devore a los ciudadanos más vulnerables?

¿Qué se rechazó? El límite al poder absoluto.

Se rechazó que las fuerzas de orden no puedan aplicar sufrimiento físico o psicológico para obtener información o castigar a una persona. Se rechazó que sea delito someter a una persona detenida a tratos crueles, inhumanos o degradantes. Se rechazó ; implícitamente; el dolor de Gustavo Gatica, cegado por una escopeta antidisturbios. Se escupió en el rostro de Fabiola Campillai, que aún vive con el cuerpo mutilado por el Estado.

Se le dijo a todo Chile que, si el poder lo estima conveniente, se puede torturar.

Una normalización de la barbarie.

La diputada Ana María Gazmuri lo dijo con claridad: esto es legalizar la violación de los derechos humanos. No es un desliz. No es un malentendido. Es la reinstalación, por vías legales, del derecho a humillar, dañar y destruir en nombre de la seguridad pública.

Es la claudicación moral de una derecha que ha decidido volver a sus peores fantasmas: la obediencia a la fuerza, la justificación del abuso, la glorificación del castigo ejemplar. Con cada voto, con cada omisión, se reabrieron las puertas del terror.

Una mayoría sin alma.

Lo que vimos en el Congreso no fue una simple votación. Fue un acto colectivo de brutalidad institucional. Legisladores y legisladoras; con nombres, rostros y bancadas; levantaron la mano sabiendo lo que hacían: autorizaban el sufrimiento, validaban la violencia como política pública, devolvían al Estado el derecho de aplastar a quien no puede defenderse. Es una mayoría sin alma, sin empatía, sin memoria. Y eso es, sencillamente, espantoso.

El silencio cómplice de una parte del país.

Resulta todavía más incomprensible que esta decisión no haya generado un estallido nacional aun. Que haya pasado con relativa calma en los medios tradicionales. Que sectores moderados lo justifiquen como parte de una “modernización” de la legislación. ¿Modernizar es permitir la tortura? ¿Modernizar es callar ante la legalización del crimen de Estado? ¿Dónde están los juristas, los partidos democráticos, los defensores de la Constitución, los colegios profesionales? El silencio, aquí, es complicidad.

Este no es un debate técnico: es una frontera moral.

Cuando se permite la tortura, no se abre un matiz legislativo: se cruza una línea de no retorno. Se triza el contrato civilizatorio. Se dinamita la confianza en las instituciones. Se abandona el derecho a vivir en un país donde los más indefensos no sean presas del sadismo. Porque eso es la tortura: sadismo institucional. Es el goce del dolor ajeno con uniforme, con respaldo estatal y con impunidad.

El Estado no puede torturar.

Por Claudio Escobar Cáceres.

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