Los Almorávides, Al Andalus y el África musulmana: caravanas de oro y sal
Narra el famoso viajero Ibn Battuta (m. 1369) que en la ciudad de Siyilmasa, al sureste del Atlas marroquí y famosa por sus excelentes dátiles, adquirió varios camellos que estuvo alimentando durante cuatro meses con el objetivo de cruzar el desierto del Sáhara hacia el “país de los negros”. Así, en febrero de 1352 se ponía en camino, junto a un grupo de mercaderes, hacia Taghaza, famosa mina de sal y primera parada en el largo y duro trayecto que les esperaba. Caravanas como esta, que solían viajar en invierno y durante la noche para evitar las horas más calurosas, podían consistir en decenas o hasta centenares de camellos, y eran guiadas por bereberes nómadas que conocían las rutas y los pozos.
A pesar de que es posible documentar este comercio caravanero ya desde la Antigüedad, fue a partir del siglo IX d.C. cuando comenzó a adquirir plenitud. En el trayecto que llevaba a cientos de camellos desde el norte de África al Sahel, surgieron y desaparecieron numerosas entidades políticas, pero el intercambio de productos, ideas y creencias nunca cesó. A lo largo del tiempo se fueron también desarrollando diferentes rutas, como la que unía el valle del Dra’a con el imperio de Ghana, la región de Libia con el lago Chad, o el Magreb con Timbuktú, Gao y el río Níger. Poco se conoce de esta fascinante historia antes de la llegada de los árabes, y será gracias a ellos, a geógrafos como Ibn Hawqal (m. 988), al-Bakri (m. 1094) o al-Idrisi (m. 1165), o famosos viajeros como el mencionado Ibn Battuta, como hemos podido trazar con cierto detalle el devenir de esta región.
El imperio de Ghana y el comercio con el Magreb
Entre los límites meridionales del Sáhara y la sabana sudanesa se originó un poderoso reino de etnia soninke, conocido como imperio de Ghana, título de sus monarcas, que alcanzó su cénit entre los siglos IX y XI y que ocupó el triángulo formado por el desierto y los ríos Níger y Senegal.
Al-Bakri nos ha dejado una descripción de su capital, Kumbi, a unos 500 kilómetros al suroeste de Timbuktú, en la que dice que consistía en dos ciudades separadas por unos diez kilómetros: una estaba reservada a la población musulmana y contenía una docena de mezquitas donde se reunían reputados alfaquíes; la otra, conocida como al-Gaba o “el bosque”, era pagana y albergaba la corte. En esta tenía lugar un elaborado ceremonial, cuyo centro era el rey, que creaba una exagerada impresión de riqueza basada en todo tipo de objetos de oro. El pabellón real, por ejemplo, estaba guardado por perros que llevaban collares y campanas del preciado metal.
Esta opulencia, así como la existencia de una “ciudad musulmana”, deriva del desarrollo de un comercio con el Magreb que benefició mucho a ambas regiones. Los entrepôt, almacenes, más importantes de esta actividad eran ciudades como Awdaghost o Siyilmasa, que actuaban como puertos interiores para las caravanas. En este sentido, Ibn Hawqal dice haber visto una orden de pago entre comerciantes de ambas ciudades por la increíble cantidad de 42.000 dinares.
Según al-Idrisi, Kumbi era el mayor mercado de Sudán. Desde allí el imperio de Ghana dominaba todo el comercio de la región, actuando de intermediario entre los bienes que procedían del sur, como oro, marfil o esclavos, y los que procedían del norte, sobre todo sal, cobrando impuestos por la entrada y salida de todos ellos.
Al llegar a Kumbi, los comerciantes musulmanes, fundamentalmente bereberes sanhaya, se reunían con agentes locales y juntos viajaban, unos diez días, en dirección al Senegal. A poca distancia del río, los mercaderes hacían sonar sus tambores con el objetivo de convocar a la población nativa, colocaban sus bienes ordenados en montones, y se retiraban. Los habitantes de la región, trabajadores de los campos de oro, se acercaban entonces a los productos y a su lado depositaban el polvo de oro que creían conveniente. Si los comerciantes norteafricanos aceptaban el precio, hacían sonar de nuevo sus atabales y se marchaban con el oro. Este fenómeno, denominado en las fuentes “comercio silencioso”, parece que seguía teniendo lugar en el siglo XV, cuando fue descrito por el veneciano Alvise Cadamosto (m. 1488) tras haber sido informado por mercaderes árabes.
La llegada de los almorávides
En el año 1076, Kumbi fue conquistada por los almorávides, un movimiento islámico, malikí rigorista, surgido a mediados del siglo XI en la parte sur del Sáhara. Liderados por Ibn Yasin (m. 1059) y sus sucesores, la mayoría de las tribus bereberes sanhaya de la región se islamizaron, uniéndose bajo el mismo estandarte y comenzando una rápida expansión que les llevó a conquistar lugares como Awdaghost, Siyilmasa, Agmat -junto a la cual fundaron su capital, Marrakech- y finalmente al-Andalus. Este proceso de conquista les llevó también hacia el sur, donde se hicieron con parte del imperio de Ghana, incluida su capital. No obstante, estos cambios políticos no afectaron a la actividad comercial, que incluso se incrementó al estar ahora tan vasto territorio dominado por un solo poder, lo que permitió la apertura de mercados domésticos con gran capacidad adquisitiva, como el andalusí. Los dinares almorávides fabricados con el oro subsahariano fueron rápidamente apreciados, no solo en el resto del mundo islámico sino también en la Europa cristiana, conocidos como maravedíes.
La llegada de los almorávides también trajo consigo cambios a nivel religioso. Antes de la aparición de este movimiento, si bien en la corte de Kumbi varios cargos eran ocupados por musulmanes, debido sin duda a la importancia del comercio, el rey y una amplia mayoría de la población eran animistas. Pues bien, en el siglo XII, con Ghana de nuevo independiente tras el colapso almorávide, al-Idrisi nos describe al soberano ya como musulmán.
Este proceso de conversión se documenta también, alrededor del mismo periodo, en otros pequeños poderes de la región, como Takrur o Gao. ¿Cómo ocurrió? Parece que la islamización, fruto de la predicación de misioneros como el propio almorávide Ibn Yasin, se produjo entre las élites de la población, lo que les otorgó una garantía comercial al pasar a formar parte de un marco legal común a una entidad global como el islam. Si bien estas conversiones no tuvieron marcha atrás, tampoco supusieron una ruptura. La mayor parte de la población permaneció pagana y los monarcas nunca plantearon un sistema religioso excluyente: continuaron siendo protectores de las antiguas creencias y no impusieron el islam a sus súbditos. Las tierras del Sahel no se convertirían en mayoritariamente musulmanas hasta la llegada del siglo XIX.
Mansa Musa y el reino de Malí
A lo largo del siglo XII y principios del XIII, el imperio de Ghana se fue desintegrando y dejando paso al siguiente poder hegemónico de la región: el imperio de Mali. Hasta entonces, este había sido un pequeño reino que se extendía desde el alto Bakoy hacia el este a través del Níger, y algunas esferas de su población, de etnia mandinga, se habían convertido paulatinamente al islam. Sundiata, uno de sus gobernantes, aprovechando el estado de división tras la caída de Ghana, fue conquistando territorios vecinos hasta conseguir una extensión incluso mayor que la del soberano de Kumbi: desde el Sáhara al norte hasta el alto Níger al este y el río Gambia al oeste. Asimismo, trasladó su capital, que hasta entonces había sido Yeriba (al norte de Bamako), a la antigua Niani, conocida habitualmente como Malí, en la ribera izquierda del río Sankarani.
A pesar de ser el reino más poderoso del Sudán occidental, su fama internacional no llegó por su extensión sino por la enorme riqueza que obtenía de las fuentes de oro de Wangara, probablemente los actuales Bure y Bambuk. Estos campos de oro siguen siendo explotados a día de hoy por los nativos a través de las crecidas de los ríos, método que ya describió al-Idrisi en época medieval. Este trabajo de temporada para recoger el oro aluvial dio lugar a numerosas leyendas que llegaron Europa y que, por ejemplo, aseguraban que el oro crecía en las arenas de Wangara como si fuesen zanahorias.
Además del preciado metal, el otro bien fundamental de este comercio transahariano amparado ahora por el poder de los Mansa, los reyes de Malí, era la sal. Este condimento, de tremenda importancia para la dieta de animales y personas así como para la preservación de alimentos, era muy escaso en la sabana sudanesa, y por eso debía ser importado. A su vez, ciertas regiones del desierto del Sáhara era una fuente natural de sal gema, por lo que los mercaderes norteafricanos la transportaban hacia el sur. En pleno desierto, en medio de la ruta caravanera que bajaba desde el Magreb al Sahel, se encontraba Taghaza, una de estas minas de sal, activa hasta el siglo XVI. Como veremos, Ibn Battuta nos ha dejado una magnífica descripción de este asentamiento cuando lo visitó a mediados del siglo XIV.
Pocas décadas antes del viaje de Ibn Battuta, Mansa Musa había subido al trono de Malí, y el prestigio internacional de su reino creció con él, sobre todo a raíz de la peregrinación a La Meca que realizó en 1324. Cuando en julio de ese año entró en El Cairo, la sensación que causó en el reino mameluco fue tremenda. Incluso el sultán quedó sorprendido ante la inmensa riqueza que el africano llevaba consigo. Algunas fuentes narran que cada uno de los camellos del centenar que le acompañaban cargaba con 135 kilos de polvo de oro, mientras que sus esclavos portaban bastones de casi tres kilos del rico metal. Asimismo, llegaron cientos de otros camellos cargados con alimentos y textiles, junto a jinetes mostrando los enormes estandartes rojos y dorados del soberano de Malí. Como demostración de su poder y generosidad, Mansa Musa donó tanto oro y su séquito compró tal cantidad de bienes en los zocos cairotas, que el valor del dinar egipcio –dicen las fuentes– descendió un 20% y tardó doce años en recuperarse. Tras El Cairo, el soberano llegó a Arabia, donde visitó La Meca y Medina y compró tierras y propiedades para que los peregrinos de Malí que siguieran sus pasos pudiesen tener un lugar donde alojarse. Este cultivo de relaciones internacionales con potencias como el Egipto mameluco o el Marruecos meriní auspició una gran expansión del comercio transahariano en el siglo XIV.
El prestigio de Mansa Musa se puede observar también a través del llamado “Atlas Catalán”. En 1381 el infante Juan de Aragón le regaló al joven Carlos VI de Francia un atlas, manufacturado en torno a 1375 y obra del judío Abraham Cresques de Mallorca, consistente en un mapamundi centrado en el Mediterráneo y compuesto de seis grandes hojas pegadas en tablas de madera. Que el autor de esta joya fuese judío no es baladí, ya que esta comunidad era la que mejor información tenía del mundo transahariano, debido a las juderías que en diferentes localidades de esa región había establecidas.
Pues bien, en el Sáhara, además de ciudades como Taghaza o Siyilmasa, el atlas muestra a un hombre velado montando a camello, probablemente un comerciante bereber. Este se dirige hacia un monarca entronizado que aparece con diversos atributos de los soberanos europeos, como un cetro acabado en una flor de lis, claramente proyectados por el autor y su concepción de la realeza, y que sostiene en su mano derecha una gran pepita de oro. El texto que aparece a su lado reza: “Este señor negro se llama Musa Mali, señor de los negros de Guinea. Es tan abundante el oro que se encuentra en su país que es el más rico y noble rey en toda esta tierra”. Es decir, el prestigio que los reyes de Malí alcanzaron en el siglo XIV, sobre todo gracias a la actividad de Mansa Musa y al comercio del oro, hizo que la imagen que de ellos se tenía en Europa fuera la de unos monarcas majestuosamente ricos y poderosos. Esta fama persistió a lo largo del tiempo, y algunos relatos identificaron al Mansa con el legendario Preste Juan. Asimismo, la pepita que sostiene puede que no sea solo una representación de su riqueza, sino un símbolo del reino mencionado, por ejemplo, por el famoso historiador Ibn Jaldún (m. 1406), y que demostraría cómo circulaba la información sobre estas tierras.
Conocemos parcialmente cómo se desarrollaba ese comercio transahariano gracias a historias como las de los cinco hermanos al-Maqqari, socios entre sí. Dos de ellos residían en Iwalatan (actual Oualata, Mauritania), donde conseguían oro y marfil. Otros dos hermanos, que vivían en Tremecén, cerca de la costa argelina, les abastecían de bienes manufacturados europeos. El quinto hermano, el cabeza de familia, se ubicaba en Siyilmasa, que seguía siendo el entrepôt magrebí más importante para la actividad caravanera. Desde allí era capaz de vigilar los diferentes mercados y mantenerse al tanto de las fluctuaciones de los precios. En ciudades como Siyilmasa el polvo de oro era transformado en lingotes que a su vez eran transportados a los puertos norteafricanos, como Ceuta, Túnez o Trípoli, donde los mercaderes europeos los adquirían junto a otros bienes, como ébano o esclavos, y desembarcaban sus productos. En estas localidades costeras era posible encontrar factorías napolitanas, venecianas, genovesas, pisanas, catalanas o castellanas, que se encargaban de salvaguardar los intereses de sus comerciantes.
Por Javier Albarrán, Universidad de Hamburgo.
Fuente: Alba Malta North Africa.
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