Sit Al-Hurra, la reina de los mares
Por Juanlu González.
Hay historias que te atrapan desde el primer momento en que sabes de ellas. Pareciera que tuviesen vida propia, pero que necesitan de alguien que las cuente para volver a la vida. Tal es el poder de la palabra como fuerza creadora. En algunas tradiciones religiosas, es la palabra de Dios la que tiene la capacidad de engendrar realidades, materiales e inmateriales. Nosotros los mortales, aprendices de dioses, nos tenemos que conformar con algo más prosaico, con la palabra como acto de comunicación, con accionar entre comunes. Pero no únicamente para describir el mundo, también aspiramos a provocar compromiso con lo manifestado y, en cierto modo, a mejorar lo que nos rodea.
En el anterior capítulo de Estrechando, nos que damos esbozando la figura de Sit al-Hourra o Sayyida al-Hurra al describir la vida de su marido, Al Mandri, el granadino (re)fundador de Tetuán. Pero la fuerza innata de la joven hija de los artífices de Chefchaouen —el magrebí Moulay Ali Ben Rachid y la vejeriega Lalla Zohra (Catalina Fernández)—, pedía a gritos una atención y un espacio propio y exclusivo. Vamos allá.
Nuestra heroína nació en Chefchaouen allá por 1485, poco tiempo después que su hermano Moulay Ibrahim, el primogénito de la familia. Sit al-Hurra no era su verdadero nombre, sino más bien una especie de título que significa la «Señora Libre», que ostentaron algunas reinas y unas pocas mujeres notables del mundo musulmán. Su padre Moulay Ali Ben Rachid era, a su vez, descendiente del santo sufí Moulay Abdessalam, venerado en todo el norte de Marruecos, que aún hoy cubre con un manto de santidad a toda la ciudad y a la cábila en la que se asienta, cuna de la tribu beréber Akhmás. Por esas mismas fechas, su futuro marido llegaba a Tetuán y comenzaba la reconstrucción de la ciudad.
La boda de la joven al-Hurra con Al Mandri, cuando era poco más que una adolescente, allá por el año 1500, sirvió para sellar la amistad entre dos viejos amigos venidos de Al Andalus, pero también hermanó para siempre a dos ciudades de origen similar, pobladas por gentes del reino nazarí de Granada. Los caballeros andaluces y sus familias, emigradas antes de la conquista y traición católica, se pusieron de
inmediato bajo la protección del sultán de Fez, a la postre rey de Marruecos, y colaboraron activamente en la defensa de la región, entonces asolada por las tropas portuguesas. Entre todos, convirtieron el norte de Marruecos en un miniestado andaluz prácticamente independiente dentro del reino wattasí, marcado por la feroz resistencia frente a portugueses y castellanos.
Pero, mientras Tetuán estaba en la primera línea del frente, Chefchaouen era un bastión oculto e inexpugnable más al interior, en la retaguardia, desde donde hostigar a las tropas lusas. No hallaron, pues, automáticamente la paz los andaluces al llegar a tierras magrebíes, pero sí encontraron un lugar donde reproducir las formas y costumbres de su añorada Granada y, sobre todo, un lugar donde nadie les iba a impedir rezar a su dios de la manera en que habían aprendido a hacerlo, tal como lo practicaron sus padres y abuelos andaluces. Por eso defendieron esa nueva tierra como si realmente hubieran nacido en ella. Y esa es la razón por la que ambos lugares fueron elegidos por muchos musulmanes andalusíes y, posteriormente, por muchos moriscos, para comenzar una nueva vida, lejos de la oscuridad del integrismo cristiano y del terrorismo de la Santa Inquisición.
Pero Al Mandri no gozaba de buena salud. Tantas batallas para mantener a salvo las fronteras norteñas del reino nazarí y las posteriores guerras norteafricanas, habían hecho mella en su cuerpo y el temprano y progresivo deterioro físico no cesó hasta su muerte. Paulatinamente, fue quedando completamente ciego e imposibilitado para gobernar (sobre 1510). Lo habitual en este caso es que el sultán de Fez hubiese nombrado sucesor, pero fue Sit al-Hurra quien fue tomando poco a poco las riendas de Tetuán hasta convertirse, de facto, en la única gobernadora de la ciudad a la temprana edad de 25 o 26 años.
Bajo su mandato, la blanca paloma, que es como se conoce a Tetuán, no sólo se mantuvo bien protegida y a salvo de la armada portuguesa, sino que extendió su poder más allá de las costas de la ciudad logró mantener el control de buena parte del Mediterráneo occidental. Sus dotes personales, su exquisita formación, su amor por la libertad y sus éxitos militares y económicos, la convirtieron en una líder muy apreciada y valorada por su pueblo.
Al-Hurra lideró una potente flota naval, radicada y protegida en la desembocadura del río Martil, entonces navegable, con la que logró mantener a raya a los barcos portugueses. Pero no se conformó con eso.
Gracias a la fortaleza de su armada, controló toda la navegación en el Estrecho y en el oeste del Mediterráneo hasta el Estrecho de Gibraltar, hostigando a los ejércitos castellanos que habían expulsado a su familia de Al Andalus, que siempre la consideraron como una especie de pirata o corsaria.
Estableció acuerdos incluso con Barbarroja para repartirse el control del Mediterráneo, tal era su poderío y capacidad militar.
La muerte de su hermano y gobernador de Chaouen, en 1539, fue un duro golpe para Sit al- Hurra, pues su sitio lo ocupó un hermanastro con el que tenía una pésima relación. Un año después murió su marido. Así, poco a poco, fue perdiendo apoyos y colocándose en una posición muy delicada. Sin embargo, en 1541, se casó en segundas nupcias con el rey de Marruecos, en una especie de unión de conveniencia para ambos.
Ella logró la protección directa del sultán Ahmad y éste consiguió reafirmar su poder sobre los andalusíes del norte. Sin embargo, al-Hurra aceptó la boda con la condición de no renunciar a su papel político y militar en el norte del país, obligándolo a contraer matrimonio en Tetuán y no en Fez, que era la capital del país en ese momento. Todo un hecho sin precedentes en la historia del reino magrebí hasta nuestros días.
Sin embargo, las actividades de la gobernadora comenzaron a levantar ampollas en el reino de Marruecos, ya que su feroz cruzada contra los invasores de Al Andalus, enturbiaba las relaciones comerciales con sus vecinos. Estos desencuentros llegaron en 1542 hasta el punto de que, varios miembros de su propia familia, orquestaron una especie de golpe de estado que la apartó del poder para siempre.
Despojada de todas sus propiedades, Sit al-Hurra volvió a su hogar natal en Chaouen, donde vivió una existencia ascética y espartana hasta el día de su muerte.
Hoy permanece enterrada en la que fuera su casa familiar, en una pequeña y humilde habitación en la zauía (pequeña mezquita de una cofradía religiosa) de la familia morisca Rausuni, custodios de la herencia histórica de los fundadores de la ciudad, en la trasera de la alcazaba y la mezquita mayor chauní. Su tumba es visitada por miles de mujeres de toda la región que la veneran como un ejemplo a seguir, como un icono de los valores femeninos. El alféizar de la pequeña ventana que da al exterior, a veces aparece con ofrendas anónimas de su ejército de fieles seguidoras. Sin embargo, ni una triste placa indica la relevancia del personaje que allí reposa, posiblemente una de las mujeres más importantes de la historia moderna de Marruecos, una hija de Al Andalus, absolutamente desconocida al norte del Estrecho y poco reconocida oficialmente en las tierras del sur.
Eso sí, la tumba está cubierta por una bandera andaluza, una arbonaida con el lema nazarí por antonomasia: wa-la galib illà Allah, «no hay más vencedor que Dios», cuya grafía adorna la Alhambra de mil maneras posibles. Aunque muchos andaluces y andaluzas hayan olvidado o les hayan hecho olvidar su glorioso pasado como pueblo, aunque muchos hayan querido jugar la baza de la desmemoria con espurios intereses nacionalcatólicos, afortunadamente hay quienes atesoran el pasado andaluz como oro en paño, consciente de que se trata de un patrimonio universal que necesita ser puesto en valor como uno de los episodios más brillantes de la historia de la humanidad.
Fuente: Otwo.
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