Huelva: Las jornaleras marroquíes de la fresa. Feminismo antirracista o barbarie

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Hagamos un pequeño viaje en el tiempo, al momento más álgido de las movilizaciones feministas en el Estado español.

Desde septiembre de 2017, asambleas feministas se reúnen cada día 8 de mes para preparar lo que será la primera huelga feminista del territorio.

Ese mismo otoño, las calles se inundan durante el juicio por violación múltiple a «La Manada»: el proceso se está convirtiendo una vez más en un enjuiciamiento a la chica violada y no a los violadores.

La convocatoria se hace viral y en redes y plazas se grita: «Yo te creo» y «Escucha, hermana, aquí está tu manada». Sucederá otra vez cuando, en abril, se anuncie la sentencia que condena solo por «abuso», y no violación, e incluye un voto particular donde un magistrado se atreve a decir que hubo disfrute de todas las partes.(2)

Las calles parecen teñidas de morado feminista: un feminismo capilar que reacciona como un solo cuerpo contra la violencia machista. Algo parecido se pudo ver en la huelga feminista convocada para el 8 de marzo, no tanto en los puestos de trabajo, pero sí en el espacio público. Ciudades tomadas por una nueva rebeldía. En esa atmósfera, salta a los medios de comunicación la denuncia por abusos sexuales que presentan varias temporeras de la fresa de Huelva. Algunos colectivos convocan a una concentración. Sin embargo, la respuesta no es en absoluto la misma: ni en número, ni en intensidad.

¿Qué ha pasado? ¿Ese cuerpo que gritaba «si tocan a una, nos tocan a todas», no era exactamente uno?

Los debates se encienden. Hay quienes acusan: el feminismo que se organiza en torno al 8 de marzo y que se expresó también en las manifestaciones contra La Manada es racista.

Indaguemos un poco más en esta maraña. Las temporeras marroquíes de la recolección de la fresa de Huelva son el ejemplo encarnado de las violencias que necesita entrecruzar el neoliberalismo económico para sostenerse y reproducirse. Hablo de la violencia del chantaje de la renta a cambio de trabajo, de cómo el racismo y el patriarcado allanan el camino para que esa violencia se ejerza. Alguna vez ya dije que la comarca fresera de Huelva es un laboratorio donde podemos ver cómo funciona este sistema que entrecruza la violencia capitalista, el patriarcado, el racismo y la sobreexplotación de la tierra y los recursos naturales.(3)

Todas las vertientes del sistema-mundo neoliberal en una sola comarca.

La recolección del fruto rojo en un modelo de explotación intensiva como el de Huelva necesita miles de brazos durante tres meses. En otros tipos de explotaciones agrarias, como el cereal o el olivo, hace tiempo que la maquinización del campo ha sustituido a las manos para la recolección. Pero con la fresa, y los frutos rojos en general, no se puede. La única manera de abaratar costes y aumentar los beneficios de la patronal es recortando todo lo posible en salarios.

Quizás la palabra interseccionalidad esté muy manida y haya sido apropiada por el discurso hegemónico. Quizás tengamos que inventar una palabra nueva. Pero no encuentro una mejor para describir lo que quiero contar. La cuestión es que, para ahorrar en salarios, hay que recurrir a la fuerza de trabajo más barata que ofrezca el mercado. Y ese trabajo barato lo ponen las mujeres y, de entre ellas, las que menos posibilidades de elección tienen, o sea, las más pobres. Y las más pobres según el sistema de ordenación colonial y racista del neoliberalismo, son las mujeres racializadas con hijos o familiares a su cargo que habitan el Sur Global.

Esto que he escrito no es una consigna: es una realidad viva, tocable y visible en la comarca fresera de Huelva. Los salarios de la población autóctona masculina son mayores, porque tienen posibilidades de empleo mejores en la hostelería o en la construcción. Las mujeres autóctonas también están en mejores condiciones, porque no se ven constreñidas por las leyes de extranjería, que limitan el mercado laboral migrante a los puestos de «difícil cobertura», es decir, aquellos en tan malas condiciones que nadie con un mínimo de red y arraigo acepta. Las labores agrícolas figuran desde hace tiempo en la lista de la «difícil cobertura». La agricultura es también una tarea donde hay cierta permisividad para el trabajo sin «papeles» en condición de clandestinidad. Todo ello asegura que los productores dispongan de una mano de obra cautiva, porque no tiene otras alternativas. Cautiva significa más explotable, más extorsionable.

A partir del año 2000, esta mano de obra se deja, además, de seleccionar entre las personas inmigrantes que están ya en territorio español, pasando a contratarse directamente en origen, durante las temporadas de recogida, con obligación de retorno cuando la temporada acabe. En aquel momento, la patronal de versión para descarga libre o lectura online la fresa impone un requisito claro: las personas contratadas tienen que ser mujeres. La justificación discursiva es que las mujeres son más delicadas en esta tarea agrícola de recolección del fruto rojo y además son menos «conflictivas» en la convivencia. Detrás de este discurso, sin duda, hay una concepción machista que entiende que las mujeres migrantes van a suponer menor conflictividad sindical.

En un primer momento, los contingentes de mujeres extranjeras se van a buscar a los países de Europa del este. Sin embargo, la patronal no está satisfecha con estas trabajadoras. Se quejan de su «exceso de autonomía»: «salen de noche», «beben alcohol», «no quieren volver a su país cuando acaba la campaña», «se echan novios españoles». El discurso popular es que estas mujeres han «roto matrimonios» en la zona y que buscan maridos españoles para quedarse. La solución que se encuentra son los contingentes de trabajadoras marroquíes, que tienen familia en su país de origen, al menos un hijo menor, y están casadas o viudas.

Opera aquí una clasificación cultural de conflictividades cargada de estereotipos a la vez racistas y machistas. En el imaginario de la patronal, las mujeres marroquíes tienen un plus de docilidad. «Son musulmanas», «no van a discotecas, ni beben», «tienen un profundo respeto por su familia de origen», por ende, este es el subtexto, van a soportar situaciones más arduas a cambio de no perder la aceptación de su familia. Este «plus» queda remachado por la posición de madres y esposas/viudas de las mujeres seleccionadas, donde, al contrato laboral, se suma el contrato sexual marital para garantizar obediencia.

Además, en la escala de valoración estética y sexual hegemónica, las mujeres marroquíes se encuentran más alejadas del arquetipo blanco y rubio: su presencia no amenaza la jerarquía racial autóctona, como sí parece hacerlo la de las trabajadoras de Europa del este. Y esa jerarquía es necesaria para la explotación laboral.

Parece haber una contradicción entre la denuncia de la autonomía sexual de las jornaleras venidas del este de Europa, que lleva a buscar mujeres supuestamente menos disponibles para el encuentro sexual en Marruecos, y la constatación de que hay patronos del campo onubense implicados en abusos sexuales contra jornaleras marroquíes. Es necesario tener una idea global del contexto para entender cómo se entrelazan de modo preciso la explotación laboral y el acoso sexual en la región.

Los empresarios, antes de que comience la campaña de recolección, hacen llegar al gobierno las necesidades de mano de obra de sus empresas, así como las características que necesitan que cumplan estas trabajadoras.(4)

Estas peticiones, a través del Ministerio de Trabajo Español, son remitidas al Ministerio homólogo en Marruecos y es la ANAPEC, la agencia pública de colocación marroquí, la que debe encargarse de la selección. La realidad es que muchos de los empresarios freseros se trasladan a Marruecos a presenciar la selección. Las asociaciones de mujeres marroquíes narran que en muchos casos la forma de selección tiene connotaciones humillantes. Se realiza en plazas públicas de los pueblos donde las mujeres permanecen de pie durante horas y son elegidas a dedo por los empresarios.

Las mujeres van llegando a Huelva de forma escalonada entre febrero y marzo, según las necesidades de cada empresa. Una vez allí se alojan en las fincas donde trabajan. Las fincas son lugares aislados, a varios kilómetros de los centros urbanos y con difícil acceso. Muchos testimonios de trabajadoras narran situaciones de semicautiverio, es decir, una vez terminada la jornada laboral, no tienen libertad deambulatoria para salir de las fincas. Los días de salida están regulados por las empresas y es muy común que estas salidas sean tuteladas por los encargados de las fincas, quienes las acompañan a los lugares públicos de los pueblos cercanos. Así mismo, muchos testimonios cuentan que los pasaportes les son retirados en el momento de llegar a las fincas, y solo les son devueltos al finalizar la campaña, en el momento del retorno.

Desconocemos la magnitud de estas situaciones y si son más o menos generalizadas; al ser propiedad privada, el acceso a las fincas está limitado para las ONG y sindicatos que trabajamos en el terreno. La invisibilización es la norma. Esta situación de oscurantismo es el caldo de cultivo perfecto para que se originen todo tipo de abusos, con un altísimo margen de impunidad. El incumplimiento del convenio respecto al descanso y el salario, el cobro de la vivienda a pesar de que esta debe correr a cargo de la empresa y las limitaciones a la movilidad son las principales quejas que nos han llegado durante años. Las denuncias por abusos sexuales han sido más limitadas y mucho más difíciles de acreditar, aunque antes de las denuncias que saltaron a la prensa en 2018, se pronunciaron ya alarmantes sentencias condenatorias por acoso sexual a algunos encargados de las fincas.(5)

No sabemos la dimensión exacta de estas violencias sexuales, pero sí de todo aquello que permite su proliferación de manera impune. Cuando desde las Administraciones competentes se anima a las mujeres a denunciar este tipo de abuso se está pidiendo algo muy difícil. Están pidiendo que una trabajadora que sufre una situación de abuso sexual salga de la finca, camine varios kilómetros por una carretera hasta el pueblo más cercano, se dirija a un cuartel de la Guardia Civil e interponga una denuncia. Todo esto, muy posiblemente, sin conocer el idioma ni el camino al pueblo, y sin contar con redes familiares o de amistad en el territorio. Ha de tenerse en cuenta que muchas mujeres relatan que la ordenación del trabajo en las fincas se hace a través de una estricta segregación racial. Los encargados forman las cuadrillas de trabajadoras por nacionalidades. Marroquíes, autóctonas o rumanas no se mezclan. Se practica, pues, un «divide y vencerás» que impide la creación de las redes de apoyo mutuo y solidaridad que podrían equilibrar la correlación de fuerzas entre la empresa y las trabajadoras en caso de vulneraciones de derechos.

Los pasos dados y los protocolos activados desde que las denuncias de abusos sexuales saltaron a la luz pública en 2018 comparten este mismo tipo de miopía. Se aplica un esquema de lucha contra la violencia machista que obvia el contexto donde esta violencia se despliega, obvia su entrecruzamiento con otras violencias. Programas de sensibilización de género para encargados de las fincas que tienen prácticas sistemáticas de abuso y extorsión contra ellas, teléfonos de atención de los que las trabajadoras no tienen conocimiento o, en el sumun del absurdo, competencias de investigación y resolución en casos de abuso sexual en manos de las propias empresas, cuando tanto los testimonios de las mujeres como las sentencias condenatorias señalan la implicación directa de los empleadores en estas situaciones.

Desde el año 2004, el Sindicato Andaluz de Trabajadores, entonces aún Sindicato Obrero del Campo, ha llevado a cabo tareas de información a los jornaleros y jornaleras durante la campaña de recolección del fruto rojo en Huelva. Se trata de un trabajo básico de acción sindical. Durante años hemos realizado esta labor en coordinación con otros colectivos y sindicatos agrupados en la Mesa del Temporero de Huelva, una red informal de entidades que trabajan en la zona con voluntad de denuncia pública. Los recursos y la capacidad de acción del sindicato han sido limitados, pues se trata de un sindicato minoritario que cuenta con una financiación en gran parte autogestionada a través de las cuotas de la afiliación. La conflictividad sindical en la zona es muy reducida y los sindicatos mayoritarios mantienen un perfil de intervención bajo. La explotación agrícola del fruto rojo es el principal motor económico de la comarca, lo que supone un factor importante de contención social a las protestas sindicales. Las y los sindicalistas del SAT han padecido todo tipo de impedimentos para desarrollar la labor sindical.

Las trabajadoras suelen acudir a los lugares públicos acompañadas por encargados de la fincas, por lo que la interlocución con sindicalistas, o simplemente coger una octavilla, se dificulta. Existe una fuerte connivencia social con la patronal fresera; realmente supone un peligro posicionarse abiertamente en contra de ella.

En 2018, el SAT juega un papel clave en las denuncias de abusos sexuales de las trabajadoras marroquíes. Las mujeres de la finca denunciada logran contactar vía telefónica con las sindicalistas del SAT versión para descarga libre o lectura online que actúan en la zona: las condiciones de trabajo y vivienda se les han hecho insostenibles. Cuando las sindicalistas logran visitar la finca, encuentran a un grupo de trescientas mujeres desesperadas.  Se decide conjuntamente emprender una acción de denuncia pública. La respuesta de la empresa es la rescisión inmediata de los contratos de trabajo y el retorno forzado de las trabajadoras. Un grupo de ellas logra escapar y busca apoyo en el SAT, que provee la logística de cuidados necesaria durante unos meses para que puedan emprender las acciones legales.

Este tipo de denuncia pública y judicial hubiera sido muy difícil si las trabajadoras hubieran seguido trabajando para la empresa y habitando en la misma finca, también si no hubieran logrado escapar a la deportación. (6)

La visibilidad que cobra la noticia es una enorme sorpresa para quienes llevamos más de una década denunciando la vulneración de derechos fundamentales en torno a la explotación de la fresa en Huelva.

De repente, las televisiones nos llaman; llegamos a organizar una manifestación histórica de más de mil personas en un contexto donde posicionarse en contra de la patronal fresera es jugar con «el comer» de cientos de miles de personas.

Sin lugar a dudas la movilización feminista contra las violencias machistas es el contexto que lo permite. Las mismas pocas dudas genera el hecho de que las movilizaciones en defensa de estas jornaleras no suponen ni un 5 % de la movilización en torno al caso de La Manada. A las mujeres que vivimos en Occidente y somos sujetos de plenos derechos nos resulta más fácil empatizar con una estudiante de Madrid que ha sido víctima de una violación múltiple que con las violencias que sufre una jornalera marroquí en una finca de la comarca de Huelva o una mujer nigeriana víctima de una red de prostitución en cualquier polígono industrial del Estado español. La estudiante podríamos ser cualquiera de nosotras. Las otras, son las «otras».

Hay una gran distancia social entre la mayoría de las activistas feministas y las mujeres inmigrantes en general. En las asambleas y en los grupos políticos se habla de antirracismo y de inmigración, pero siento que a veces se vive como una realidad que sucede en otro mundo paralelo que poco se mezcla con el nuestro. Rara vez en nuestra vida afectiva y social existen personas como las jornaleras marroquíes. Existen excepciones, como las luchas por los derechos de las trabajadoras del servicio doméstico, donde en determinados espacios han podido consolidarse redes políticas y afectivas de mujeres muy diversas. Donde una investigadora de la universidad madrileña y una trabajadora del servicio doméstico ecuatoriana pueden salir de cañas en calidad de compañeras y amigas. Pero este fenómeno es algo excepcional. A pesar de que compartimos barrios y territorios, no es común que una mujer senegalesa del top-manta, una mujer ecuatoriana que trabaja en el servicio doméstico y una mujer autóctona con una profesión liberal formen parte de la misma red afectiva y social. Esta estratificación social en las vidas cotidianas se traduce en una falta de alianzas políticas. La fragmentación de clase social impide mayores redes de solidaridad en el feminismo.

El racismo es una subjetividad impuesta a escala global que atraviesa los cuerpos de todas las personas que habitamos este mundo. Cuando aterrizamos en las prácticas concretas nos encontramos con la ardua labor de romper estas barreras vitales.

La construcción de un feminismo antirracista supone en primer lugar desafiar estas barreras de estratificación social impuestas en el imaginario colectivo y que nos separan a las unas de las otras. Un año y medio después de aquellas denuncias, la realidad no solo de Huelva sino de todas las zonas de cultivo intensivo basadas en la sobreexplotación de trabajo migrante vuelve a cobrar centralidad. En todas ellas, el partido ultraderechista Vox ha subido como la espuma, arrasando en localidades clave como Lepe (Huelva), El Ejido (Almería), Torre Pacheco (Murcia) o Talayuela (Cáceres). ¿Cómo se explica que justamente en las zonas cuyo crecimiento acelerado de las últimas décadas depende directamente de la mano de obra inmigrante, haya arrasado un partido con un discurso belicista antiinmigrante?

Esbozo dos posibles respuestas, a modo de hipótesis. No son respuestas contradictorias, sino complementarias. Lo que ha dado a Vox el triunfo en muchas localidades agrícolas, es el voto de los empresarios del campo a la extrema derecha, que difícilmente pueden desear las expulsiones masivas de migrantes de las que habla Vox, puesto que su riqueza depende de ellos. Lo que sin embargo quieren es una mano de obra migrante más amenazada, más clandestina y más perseguida, que trabaje más por menos ante el miedo a las expulsiones. El voto a Vox de la patronal del campo oculta, pues, un deseo de un trabajo más barato y servicial de las personas migrantes movidas por el miedo.

Habría, al mismo tiempo, otro voto a Vox, menor, pero reseñable, de trabajadores del campo. Este es un voto de impugnación a todo, un voto desde un malestar vital que la ultraderecha es capaz de canalizar contra las personas más vulnerables. En esta fase del neoliberalismo muchas personas se caen del barco, al tiempo que el acceso a los bienes básicos para la vida es cada vez más difícil. La competencia entre quienes están en estos escalones bajos, donde se encuentra la migración, puede ser la explicación para entender este voto. El caldo de cultivo donde se gesta este tipo de fascismo social, que legitima la violencia contra los más vulnerables, parte de un malestar previo: no poder pagar el alquiler, la temporalidad de los contratos, las condiciones de vidas precarias. Si conseguimos señalar las verdaderas causas de estos sufrimientos estaremos frenando el auge de la extrema derecha.

En las luchas jornaleras en Almería, en las movilizaciones por la vivienda de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, en las ocupaciones de tierras, en el comedor popular de las Tres Mil Vivienda… en esos espacios es donde he visto frenar el fascismo social. Esas experiencias unen a gente desde los mismos «dolores de barriga», autóctonas e inmigrantes, y plantean una respuesta colectiva a sus causas directas. El feminismo tiene el reto de organizarse desde la base en esta micropolítica de los lugares cotidianos, generando redes que sean capaces de articular el descontento y de frenar la sinrazón de quienes apuntan como culpables a la gente más vulnerable.

El feminismo es un movimiento político que nace desde la emoción y el cuerpo. La organización y el horizonte político se proyectan después, a partir de este sufrimiento previo, este «malvivir» por el hecho de ser mujeres que se siente en cada cuerpo que conforma la movilización. No es una hipótesis intelectual lo que empuja el movimiento, es un sentir latente en cada una, que en el encuentro con otras va conformando la fuerza política. Esta es la potencia feminista que está haciendo posible enfrentar el reto de organizar los descontentos desde la base, desde las vidas cotidianas. Esta es la potencia que está consiguiendo que la política salga de los espacios militantes y conquiste espacios populares. Esta potencia es la que está originando la masividad que vemos en las calles.

Donde se impone la sinrazón de la élite de varones blancos dueños del poder y la riqueza, el feminismo es el sentido de lo común. Lo de tod*s y no lo de unos pocos. La lucha de las jornaleras marroquíes frente a la patronal europea constituye un pulso entre estas dos fuerzas. En las mujeres, en las racializadas, en las jornaleras del Sur Global, en lo que no debemos ser, está la salida.

Notas

(1) Pastora Filigrana García ss abogada, especialista en Derecho Laboral y sindical y en Derecho de Extranjería. Militante del Sindicato Andaluz de Trabajadores y Trabajadoras (SAT) y activista por los derechos humanos. Pertenece a la Red Antidiscriminatoria Gitana (RAG) Rromani Pativ. Colabora asiduamente con la Revista Contexto.

(2) En la madrugada del 7 de junio de 2016, durante las fiestas de San Fermín de la ciudad de Pamplona/Iruña, un grupo de cinco hombres, entre ellos un Guardia Civil y un militar de la Unidad Militar de Emergencias, viola a una joven de 18 años en un portal y comparte las grabaciones de la violación en un grupo de WhatsApp llamado «La Manada». El juicio, celebrado en otoño de 2017, tiene una fuerte cobertura mediática. Dos tribunales de Navarra (Audiencia Provincial y Tribunal Superior de Navarra) dictan condena por abuso sexual y dejan en libertad bajo fianza a los acusados, hasta que el Tribunal Supremo revisa el caso y les condena por violación el 21 de junio de 2019. Las movilizaciones feministas, en las redes y en las calles, marcaron todo el procedimiento.

(3) Pastora Filigrana García. «El Laboratorio Neoliberal de la Fresa de Huelva, Revista el Topo Tabernario, 2019, disponible en http://eltopo.org/el-laboratorio-neoliberal-de-la-fresa-de-huelva/

(4) Como ya hemos mencionado, las principales características requeridas tienen un sesgo claramente patriarcal: tener entre 18 y 45 años, acreditar experiencia en el trabajo agrícola, estar casadas, divorciadas o viudas y tener al menos un hijo menor de edad a su cargo.

(5) En 2014, la Audiencia Provincial de Huelva condenó a dos empleadores por delitos contra la integridad moral y un delito de acosos sexual contra 25 jornaleras extranjeras. Esta sola situación debería haber sido suficiente para que se propiciaran garantías para estas mujeres que se desplazan hasta Huelva desde Marruecos, sin embargo no fue así. Si para la inmensa mayoría de trabajadoras, por más cualificadas que sean sus profesiones, las situaciones de acoso o abuso sexual en el ámbito laboral son difícilmente denunciables y acreditables en tribunales, imaginemos la dificultad en este tipo de contexto.

(6) A partir de las denuncias por abuso sexual, la Fiscalía abrió una investigación que acabó archivada en el juzgado de instrucción por falta de indicios de delito, sin que las mujeres afectadas fueran ni siquiera llamadas a declarar. Tras el recurso del equipo de abogados que se encargó de la acusación, la Audiencia Provincial de Huelva reabrió el caso, obligando al juzgado de instrucción a continuar con la investigación. En el momento en que se escribe este artículo la causa aún continúa abierta.

Pastori Filigrana/laboratoria.red

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