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La izquierda y el cuento de la islamofobia

Por Daniel Gil-Benumeya

“La islamofobia es central en la mayoría de los discursos ultraderechistas en Europa. Pero no se circunscribe a ellos: también una parte de la izquierda clama contra la presencia del islam, con argumentos específicos que han pasado a formar parte del vademécum de los nuevos fascismos y los posfascismos”.

«Se os va a acabar el cuento de la islamofobia»: una advertencia a musulmanes y a antirracistas, lanzada en una red social por una persona que se define como exmusulmana y de izquierdas. La islamofobia es una forma de racismo culturalistacontra las personas musulmanas o consideradas como tales, con independencia de su práctica religiosa real o de la importancia subjetiva que esta tenga. Como todos los racismos, la islamofobia se imbrica con otras formas de alterización e inferiorización social, tanto de raza como de clase y de género, y basa su efectividad en que funciona con sentidos comunes ampliamente extendidos, que crean una ilusión de saber objetivo y la hace tan «respetable» como en otro tiempo lo fue el antisemitismo.

La islamofobia no es solo un problema de discriminación religiosa, pero tampoco puede ser aislada de la misma. El elemento antiislámico de la islamofobia es en sí racista: se trata de un dispositivo de saber-poder inserto en la tradición colonial del orientalismo, que cosifica al islam presentándolo como una esencia inmutable que determina la vida de las y los musulmanes, y justifica así los mecanismos de exclusión y disciplinamiento que se ejercen contra estos.

La islamofobia es central en la mayoría de los discursos ultraderechistas en Europa. Pero no se circunscribe a ellos: también una parte de la izquierda clama contra la presencia del islam, con argumentos específicos que han pasado a formar parte del vademécum de los nuevos fascismos y los posfascismos: el islam —dicen— sobra porque es reaccionario, porque es peligroso, porque oprime a las mujeres, porque odia a los gais, porque es una religión y la religión es el opio del pueblo.

En esta lógica, la islamofobia no es considerada racismo, porque no tiene nada que ver con caracteres innatos como el color de piel o el origen étnico. Ser musulmán es una identidad religiosa y, como tal, es una elección que puede (y debe) abandonarse. Así lo demuestra la existencia de exmusulmanes que se presentan como ejemplo de «superación» del islam y legitiman los discursos islamófobos. La islamofobia sería, por tanto, un cuento: un subterfugio creado por los islamistas para evitar las críticas al islam, para explotar en su favor el complejo de culpa de la izquierda blanca y en última instancia para abundar en la trampa neoliberal de las «guerras culturales», que alejarían a la izquierda de sus verdaderos objetivos. En este punto suele invocarse la política «de clase», más con propósitos totémicos que como categoría de análisis efectiva, pues de otro modo no se explica la ceguera a los regímenes de racialización (y generización) de la clase obrera en Europa, así como de la división del trabajo y los recursos a nivel mundial.

La islamofobia progresista soslaya las acusaciones evitando atacar frontalmente a las y los musulmanes, a quienes presenta como víctimas pasivas de la presión de «sus» sociedades y entornos familiares, así como de la agenda política de los movimientos islamistas reaccionarios, llamados a menudo «islamofascistas». También es presentada como marioneta de la conspiración islamista una parte de la izquierda, aquella que toma parte en el antirracismo, cae en la «trampa de la diversidad» o, en cualquier caso, no es abiertamente islamófoba.

Los discursos y prácticas musulmanas que no encajan en el relato demonizador suelen ser tachados de inauténticos, descafeinados, occidentalizados, o bien se los acusa de usar un doble lenguaje para enmascarar sus verdaderas intenciones. En esta definición unívoca y esencialista del islam, las voces musulmanas tienen escaso valor porque se considera que o bien están alienadas o bien son parte interesada en perpetuar la opresión. Salvo, por supuesto, que se trate de «musulmanes esclarecidos»: personas que reniegan públicamente del islam y/o aceptan los marcos del relato islamófobo como única posibilidad de poder decir algo.

Uno de los mecanismos discursivos más habituales de la islamofobia progresista se basa justamente en la idea de progreso. Las musulmanas y musulmanes son presentados como no coetáneos: viven en otra época, no han alcanzado las cotas de civilización de Occidente y su presencia (sobre todo cuando pretende ejercer sus derechos de ciudadanía) amenaza con devolvernos a épocas «ya superadas» de nuestro pasado: el fascismo, el clericalismo, el patriarcado, la represión sexual.

La práctica religiosa constituye, por supuesto, el súmmum de la no coetaneidad: ¿qué mayor signo de atraso que no ser capaces de superar la religión o de relegarla al ámbito de lo privado «como hemos hecho nosotros»? El islam, por su carácter «inmigrado» (más allá de que la historia nos diga otra cosa) no es resignificado como tradición cultural, como sí ocurre con las prácticas cristianas. De ahí que resulte demasiado visible y sea percibido como un exceso religioso. Estos discursos que se pretenden ilustrados olvidan también que la laicidad fue originalmente un modo de proteger la libertad de creencia, no un rodillo para aplastarla.

Si en la islamofobia nacionalista y nativista la presencia del islam amenaza la identidad de la nación o comunidad imaginada, para la islamofobia progresista lo amenazado es una comunidad moral imaginada: una sociedad que, supuestamente, ha conquistado por sus propios méritos unas cotas de libertad, igualdad y bienestar y debe defenderlas frente al monstruo lovecraftiano del islam(ismo), venido de otro lugar y otro tiempo.

En el peor de los casos, este es considerado incompatible per se con las conquistas sociales, y en el mejor, se afirma que los musulmanes y musulmanas no han conocido aún la Ilustración, la igualdad de género o la libertad sexual, pero podrían hacerlo, quizás con ayuda. Existiría entonces una forma posible de islam tolerable, «moderado», que contiene «vetas de ilustración», aunque sea como transición a un horizonte sin islam. En esta última lógica participan, a su pesar, incluso posiciones de izquierdas comprometidas con el antirracismo que promueven alianzas con personas y organizaciones musulmanas, sin por ello dejar de lado la idea de que, en el futuro (y quizás por la influencia que tales alianzas puedan ejercer) estas deberían abandonar sus creencias, pues la fe y la transformación social no son compatibles.

La islamofobia ilustrada forma parte de esa excrecencia de la izquierda que, ante la pérdida de referencias y de relevancia social, está recurriendo al vanguardismo más lerdo y estéril, arrogándose la facultad de definir quiénes son los sujetos políticos legítimos y cómo deben articular sus resistencias. Una izquierda que, por deseo de disputar el espacio a la ultraderecha y a los posfascismos con sus mismos significantes y formas, está creando inquietantes intersecciones y compañeros de viaje.

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