El “año de los tiros”: cuando el capitalismo industrial británico asomó sus garras en Huelva
Antes de que, en 1873, la Rio Tinto Company Limited (RTCL) comprara las minas de Riotinto al Estado español, la zona que las albergaba pasaba por ser una más entre las que las que se integran en Sierra Morena. En lo que hoy se conoce como Cuenca Minera de Riotinto primaban las actividades agropecuarias tradicionales y las relaciones de poder estaban mediatizadas por los propietarios de la tierra, justo lo mismo que ocurría en cualquier otra comarca de la Andalucía latifundista.
El lugar estaba atravesado por una inmensa veta de piritas ferrocobrizas que, contenidas en la faja de Sierra Morena, se venían explotando desde la antigüedad y de una forma más o menos artesanal, intermitente y subordinada a la actividad agroganadera, por lo que aún no se puede hablar de choques de intereses entre los explotadores de las minas y los del agro.
Mientras esto ocurría en el suroeste de la Península Ibérica, en Gran Bretaña estaba teniendo lugar lo que ha venido a denominarse “segunda revolución industrial”, que supuso una importante ampliación de las manufacturas y, por ende, un incremento de la demanda de materias primas desconocido hasta entonces.
Como consecuencia de la expansión de las fábricas por el territorio británico, la minería pasó a ser una actividad económica fundamental en la medida en que suministraba los metales necesarios para la industria y proveía de carbón a las máquinas de vapor.
En este contexto, un consorcio empresarial británico, la RTCL, puso sus ojos sobre las minas de Riotinto, que además de estar infraexplotadas se ubicaban bajo el amparo de un Estado, el español, enormemente necesitado de recursos económicos y que gobernaba a una población pobre, por lo que tanto los costes laborales como los derivados de la compra de los derechos de explotación serían reducidos en comparación con otros países.
El 14 de febrero de 1873 y después del fracaso de una subasta en la que no hubo pujadores, la I República española vendió –por noventa y tres mil pesetas de la época– no sólo los derechos mineros sobre esta parte del subsuelo, sino también el suelo y el espacio aéreo que quedaban sobrepuestos a los yacimientos minerales, lo que no deja de ser una renuncia a la soberanía.
Desde este momento todo cambia: los métodos de extracción de mineral se hacen más intensivos, el ferrocarril hará que las piritas lleguen a Huelva en pocas horas y la población irá incrementándose en la misma medida en que lo hagan los trabajadores que se dediquen a la minería.
Esta transformación traerá consigo un nuevo equilibrio de poderes en el que las oligarquías agropecuarias tradicionales pasarán a un segundo plano respecto a la RTCL, que no tardó en establecer relaciones en todos los niveles del Estado y, en el territorio bajo su dominio, desarrolló un modelo colonial en toda regla.
El poder de la compañía
La Compañía –así era llamada por los habitantes de la zona– era la que proporcionaba trabajo, abastecía de alimentos y bienes de consumo a los mineros, la principal arrendataria de viviendas, la suministradora de agua a los municipios, la propietaria del único ferrocarril que llegaba a los pueblos mineros y la que mantenía abiertas tanto las escuelas, que educaban a parte de los niños, como el hospital, que trataba a los trabajadores enfermos o accidentados.
Pero, al mismo tiempo, la RTCL decidía quiénes tendrían que ocupar los cargos en los ayuntamientos mineros y sometía a la población a vigilancia mediante un cuerpo policial propio, la “guardiña”, que estaba en total consonancia con el que dependía del Estado español, la Guardia civil.
No se puede obviar tampoco que mantenía en nómina a los mismos Diputados que, a través del tráfico de influencias que caracterizó al sistema político de la España de la época, la Compañía se encargaba de que salieran electos en el distrito de Valverde del Camino.
En otras palabras, la RTCL era la dueña absoluta del suelo sobre el que se asentaba y como tal se comportaba, al tiempo que utilizaba su poder para influir sobre las decisiones que se tomaban en Madrid y participaba en el juego político justo como lo hacían los caciques, utilizando su influencia sobre las sociedades de los pueblos que dominaba.
Pero no todo fue innovación, sino que la RTCL siguió utilizando el mismo sistema de beneficio del mineral que usaban sus antecesores en la explotación minera: la calcinación al aire libre, que consistía en la ubicación de grandes montones de piritas sobre una base de leña que ardía durante meses, desprendiendo a la atmósfera un humo que contenía gran cantidad de azufre y resultaba tan letal para la vegetación como dañino para la salud de los animales y las personas.
Después de esas quemas, el mineral quedaba libre de impurezas y estaba listo para pasar por unas piletas llenas de agua agria, la procedente del desagüe de las galerías o del Río Tinto, que hacía precipitarse al cobre y culminaba el proceso productivo.
Por supuesto, la razón de que se continuara utilizando este método es que esa era la forma más barata de separar el metal vendible del resto de componentes de las piritas, más aun cuando la Compañía era propietaria de una enorme extensión de bosques que podía explotar a su antojo, por lo que el precio del combustible era sólo el del salario de los hombres que se dedicaran a cortar los árboles y el del transporte.
Las “teleras”, que era como los habitantes de las minas denominaban a los montones de mineral por su parecido a una pieza de pan que recibe el mismo nombre, se extendieron de sobremanera una vez que la RTCL empezó a producir cobre a escala industrial y lo que antes había sido una molestia se convirtió en una amenaza para la vida vegetal y animal en una extensión de tierra que iba más allá de la estrictamente minera, lo que dotó de argumentos tanto a las oligarquías agropecuarias, deseosas de limitar o erradicar el poder de la Compañía, como de los pequeños campesinos que veían morir sus cosechas por los efectos del humo y de la lluvia, que se tornaba en ácida cuando pasaba a través del primero y hacía que las consecuencias de las calcinaciones llegaran, incluso, al agua de consumo.
No en vano, las primeras protestas contra los humos llegarán desde estos colectivos y en los primeros años de la década de 1880, cuando nazca la “Liga Antihumista” bajo el amparo de José María Ordóñez y Lorenzo Serrano, dos grandes propietarios cuyas tierras estaban ubicadas en Higuera de la Sierra y Zalamea la Real respectivamente.
El inicio de la migración
Al mismo tiempo que la explotación se modernizaba y las “teleras” se extendían por cada vez más terreno, la Cuenca Minera de Riotinto se convirtió en receptora de una población que llegaba con la esperanza de encontrar trabajo en las minas, lo que supuso una concentración de varios miles de trabajadores y que los propagandistas de la primera Internacional se fijaran en la zona. Así fue cómo uno de esos propagandistas, Maximiliano Tornet, se instaló en la comarca y empezó a trabajar para la RTCL al tiempo que hacía proselitismo entre el resto de empleados, que estaban más que dispuestos a escucharlo porque sus condiciones de vida distaban mucho de ser dignas.
Con unas oligarquías agropecuarias que se sentían ultrajadas por el crecimiento del poder de la empresa británica y una base de mineros que vivía de forma precaria, se dieron los dos ingredientes necesarios para que, más tarde o más temprano, la situación se tornará en explosiva y comenzaran las movilizaciones conjuntas, lo que ocurriría el 4 de febrero de 1888. Es el que ha pasado a la historia como “el año de los tiros”.
Tres días antes de esa fecha, los trabajadores de la RTCL habían iniciado una huelga en la que, entre otras cosas, reclamaban la prohibición de las “teleras” por la toxicidad de los humos que emitían. Merece la pena conocer el documento que contenía la plataforma reivindicativa al completo porque en él, además de concretarse cuáles eran las consecuencias de la calcinación de piritas para la salud de la población, se deja claro que la movilización tenía causas adicionales:
“Los que suscriben representan a 4.000 obreros y dicen que, en la seguridad de los perjuicios de los humos sulfurosos y creyendo que las corporaciones municipales tienen autoridad para suprimirlos, suplican a ese Ayuntamiento tome acuerdo de prohibición, evitando así el tener que lamentar daños personales como ya ha habido con Juan Muñoz, Felipe Moreta y Gabriela García Martín, además de otros. Unido a esto insertamos lista de reivindicaciones laborales;
- Supresión de la peseta facultativa.
- Prohibición de contratos en los trabajos de las minas.
- Reducción de doce horas por nueve.
- Relevo del Jefe del Departamento de los contratos.
- Supresión de las multas.
- Supresión del descuento de jornal los “días de manta”.
El escrito, que estaba firmado por Maximiliano Tornet y otros setecientos hombres, fue publicado por la prensa provincial el 14 de febrero y hace referencia a las muertes derivadas de los humos, pero también contiene varias reivindicaciones.
En concreto, la primera de ellas se refiere a la supresión del descuento de una peseta mensual que la RTCL hacía en todos los salarios para sufragar el servicio médico; la segunda pretendía acabar con la contratación de trabajadores a través de empresas subsidiarias porque estos tenían condiciones laborales aún peores que las de los empleados directamente por la Compañía; la tercera es una mera reducción de jornada; la cuarta hace referencia a la sustitución del encargado de determinar quién era contratado y quién no; la quinta tiene que ver con las sanciones que castigaban la no asistencia al trabajo u otras infracciones del régimen interno de las minas y la última insiste en las consecuencias de las “teleras”, dado que los “días de manta” eran aquellos en los que el viento empujaba al humo sobre las minas y era imposible trabajar, tanto por lo irrespirable del ambiente como por la falta de visibilidad que aquél provocaba.
Aun siendo cierto que los obreros y los propietarios de la tierra se habían dado la mano para luchar contra los métodos de beneficio usados por la RTCL, los mineros tenían intereses adicionales y a través de la última de sus peticiones asumían que las “teleras” no dejarían de arder en el corto plazo, por lo que optaban por exigir el pago del jornal de los días que no pudieran trabajar por el humo que aquellas expulsaban.
La matanza del 4 de febrero
En cualquier caso, la alianza fue una realidad y el día 4 de febrero de 1888 tuvieron lugar dos manifestaciones que, encabezadas por sendas bandas de música, salieron desde el municipio minero de Nerva y desde el agropecuaria Zalamea la Real para confluir en Minas de Riotinto, en cuyo término municipal se hallaban concentradas las “teleras” y cuyo Ayuntamiento tenía potestad para prohibirlas. Ya unidas en la plaza en la que se encontraba el consistorio, tanto los mineros como los propietarios enviaron a sus representantes a hacer entrega de las reivindicaciones, por parte de los primeros iba Maximiliano Tornet y, representando al otro colectivo, Lorenzo Serrano.
Pero el alcalde, temeroso de que la escasa dotación de la Guardia civil resultara insuficiente para mantener el orden público, había solicitado el envío de más agentes y en aquél mismo momento llegaron a la estación un regimiento del ejército, el de Pavía, y el representante del Gobierno en la Provincia de Huelva, que unido al oficial al mando de los soldados recién llegados entró en el Ayuntamiento para encontrarse con los concejales, Maximiliano Tornet y Lorenzo Serrano.
Una vez dentro, el gobernador civil manifestó la imposibilidad de prohibir las teleras y salió al balcón del edificio, desde donde ordenó a la Guardia civil dispersar a los manifestantes. Pero en vez de esto, quizá por la confusión que debió generarse, lo que ocurrió fue que el Regimiento de Pavía abrió fuego contra los congregados y estos huyeron en desbandada, dejando tras de sí una plaza totalmente arrasada y a trece muertos.
Aparte de estos trece fallecidos, hubo multitud de heridos, algunos de ellos murieron en sus casas y, para evitar que la RTCL tomase represalias contra sus familias, fueron enterrados clandestinamente. En consecuencia, a día de hoy es imposible conocer cuál es el número concreto de víctimas mortales, pero es significativo que la propia Compañía reconociese que hubo cuarenta y cinco y la tradición popular eleve esa cifra hasta los trescientos.
25 años de silencio
La magnitud de la matanza debió ser tal que la población minera no volvería a manifestar su descontento de forma masiva hasta 1913, lo que es indicativo de que estaba instalada en el terror. Por su parte, los terratenientes de los pueblos limítrofes a las minas no volvieron a usar su poder para oponerse a la RTCL, que pasó a ser la gran vencedora y les impuso una alianza política que, por tener como objetivo el mantenimiento del statu quo, realmente beneficiaba a ambas partes.
En cuanto a los pequeños campesinos, la Compañía se encargó de ganarlos para su causa a través de la compra de sus tierras y el ofrecimiento de los empleos mejor remunerados, que casi siempre fueron aceptados ante la imposibilidad de continuar con las explotaciones agroganaderas que había generado la propia RTCL.
Fuera de la comarca, la matanza que tuvo lugar en la plaza del Ayuntamiento de Minas de Riotinto llegó al Parlamento, donde se investigó lo ocurrido para depurar responsabilidades y determinar quién había dado la orden de abrir fuego, una depuración que nunca se hizo.
No obstante, los “antihumistas” resultaron victoriosos de alguna manera, porque el 29 de febrero de 1888 se decretó el fin de las calcinaciones al aire libre y se impuso a las empresas buscar otras formas de beneficiar el mineral. La desaparición de las teleras, según la RTCL, ponía en riesgo al negocio y esa excusa le sirvió para reducir la plantilla drásticamente, generando un importante problema de desempleo que obligó al Gobierno a reconsiderar lo decretado, eso sí, en base a los estudios que haría una delegación de expertos que visitaría la zona.
Las conclusiones, lejos de lo que afirmaban quienes se manifestaron el 4 de febrero, fueron que el aire que se respiraba en la comarca no era nocivo para la salud, aunque contenía una proporción imperceptible de azufre y metales, lo que suponía que las “teleras” podrían seguir ardiendo sin riesgo alguno.
Pese a esto, el Gobierno que había prohibido este método de tratar las piritas no se atrevió a derogar su propia ley y fue el siguiente, que correspondió a los Conservadores y llegó al poder dos años después, quien lo hizo justo después de formarse.El avance en la mineralurgia y la necesidad del azufre para la producción de ácido sulfúrico y fertilizantes químicos impusieron la sustitución del método de beneficio por otro menos nocivo y más eficiente, la lixiviación, que se generalizó a partir de 1895.
Además del conflicto meramente ecologista, lo acontecido en las minas de Riotinto en 1888 tiene que ser entendido como un choque entre el naciente poder de la RTCL y el que hasta ese momento había sido ostentado por las oligarquías agrarias, que en esta ocasión se dieron la mano con unos mineros descontentos con sus condiciones de vida y que vieron en esa alianza un vehículo para mejorarlas.
Quizá sea necesario terminar relativizando el componente medioambiental para insertarlo adecuadamente en las reivindicaciones de los colectivos en lucha, que desde luego estaban movidos por unos objetivos mucho más mundanos y que, en el caso de los terratenientes, pasaban por continuar ejerciendo el papel que siempre habían jugado en las sociedades latifundistas y, en el de los obreros, conseguir unas mejoras en las condiciones de vida que, entre otras cosas, pasaban por hacer que el aire que respiraban fuera menos nocivo para la salud.
En otras palabras, el “año de los tiros” fue un conflicto medioambiental, de clase y de poderes enfrentados, en el que los “humos” son sólo la superficie de algo más profundo: el capitalismo industrial.
(Fuente: El Salto / Autor: Miguel Ángel Collado Aguilar)
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