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14 de junio de 1884: siete jornaleros en Jerez asesinados por pertenecer a La Mano Negra

Hace unos 132 años, una temprana mañana del 14 de junio de 1884, con la postrera brisa que reciben los que se van rumbo hacia el gran tránsito, fueron ejecutados a garrote vil en Jerez de la Frontera siete braceros de la comarca, acusados de haber cometido graves crímenes en nombre de una sociedad secreta anarquista cuyo nombre era La Mano Negra. Una severa campaña de intimidación, terror y represión hacia un colectivo de descamisados y analfabetos que sólo eran espectadores mudos ante la condena de su propia miseria, acabaría ajusticiando a estos sin muchas contemplaciones, después de un juicio plagado de inquietantes pruebas prefabricadas y descaradas manipulaciones.

El gobierno monárquico aprovecharía una serie de asesinatos alimentados por el hambre solemne de unos jornaleros habituados a una explotación inmisericorde por parte de una aristocracia de terratenientes, donde una existencia infame era el único horizonte demoledor e ineludible. El fatal destino condenaba en aquel tiempo a una vivencia infrahumana a una ingente mayoría de la clase trabajadora en Andalucía y Extremadura. Este escarmiento a los desheredados de la tierra lo que buscaba era, esencialmente, desarticular el pujante movimiento obrero andaluz.

Hacia 1875 un régimen liberal de corte capitalista y burgués se consolidaba bajo el manto protector de la monarquía de Alfonso XII, lejos de cualquier devaneo democrático. Derrotado el carlismo, sólo quedaba embridar al proletariado militante y al movimiento obrero consciente y organizado, el único que podía amenazar la paz social. Era en la Cataluña obrera y en la Andalucía jornalera donde los trabajadores reconstruían sus células de resistencia bajo la influencia del anarquismo, sometido a constante acoso, pero nunca derrotado.

Para escarmentar al campesinado andaluz, que andaba un poco alterado, se fraguó una conspiración que chirriaba por su mal tufo y pésima confección, con la participación de instancias gubernativas, policiales, judiciales y los voceros de la prensa que no escatimaron esfuerzos para intoxicar adecuadamente al personal. Para ello, se organizó una supuesta organización subversiva de corte ácrata, llamada la Mano Negra, a la que se responsabilizó de varios delitos.

La revuelta del hambre

En aquel tiempo, Andalucía se debatía por alcanzar los mínimos estadios de su desarrollo, en tanto que su estructura socio-económica estaba constreñida a una demarcación exclusivamente agraria. Mientras, las dos revoluciones industriales del siglo XIX pasaban de largo como en la película de Berlanga, Bienvenido Mr. Marshall. En aquel desierto de pobreza no se veía ninguna venturosa nube en lontananza.

En la década de 1882 a 1892, una serie de conflictos sociales, tales como los sucesos de La Mano Negra, la masacre de Riotinto de 1888 y el asalto de los campesinos a Jerez, no sólo conmocionarían a la opinión pública por la oleada de represión y solidaridad que levantaron, si no que reforzarían el asentamiento y consolidación de los movimientos sindicales obreros con más arraigo, como sería el caso de la CNT y la UGT. Mientras el anarquismo catalán ambicionaba una confederación del trabajo (lo que ocurriría en la segunda década del siglo XX), el anarquismo andaluz se sumerge en el modelo de sociedades secretas entre juramentados que se dedican al atentado personal y al secuestro de terratenientes.

El desastroso invierno de 1882, llenaría las calles de las principales poblaciones andaluzas de centenares de familias jornaleras, dedicadas a la mendicidad sin ambages ni alternativas posibles. Los cinco últimos años, el campo había padecido pésimas cosechas y la pertinaz sequía había rematado la ya frágil situación. En general, la ausencia de disturbios era la tónica, pero en los primeros meses de 1882 en la zona de Jerez las cosas se empezaban a poner feas. Entre julio y agosto proliferaron los asaltos a distintos cortijos para robar víveres. Los sacos de harina, huevos, gallinas y otros animales de granja desaparecían por arte de magia, cuando no eran directamente expropiados por la muchedumbre hambrienta. La alarma cundía entre los propietarios y el gobierno de Sagasta comenzaba a inquietarse.

La multitud reclamaba pan y trabajo a las puertas de los ayuntamientos mientras la represión iba in crescendo. Los asaltos a las tahonas se hacían habituales y los jornaleros enfurecidos armaron algunos alborotos que la burguesía agraria local y la prensa conservadora se encargarían de amplificar con hechos manipulados convenientemente. Se habían cargado las tintas hasta un punto de no retorno. A la ya implantada presencia de efectivos militares que desde hacía un año venían patrullando la zona de Cádiz, se habían sumado un centenar de guardias civiles que se estaban empleando a fondo con detenciones selectivas unas veces, discrecionales otras.

La vida exige más comprensión que conocimiento; lamentablemente a aquel gobierno le faltaban ambos. La situación se les estaba yendo de las manos y en vez de admitir su incompetencia para solucionarlo por las buenas y dar una justa respuesta a las carencias de aquellos desarrapados, decidieron quebrar al movimiento campesino con severos y desproporcionados correctivos. Nada nuevo bajo el sol.

La época dorada del anarquismo

La primera revolución de izquierdas en España sería La Gloriosa de 1868, que alumbraría una Constitución, la de 1869, que llegaría a albergar en sí misma toda una Ínsula Barataria de elevados propósitos. Esta revolución crearía expectativas entre los colectivos de trabajadores, pero la reacción conservadora en España despeñaría  los sueños de un gran segmento de la población que pensaba que la Utopía se podía obtener a precio de saldo. Sólo los grupos anarquistas sobrevivirían en la clandestinidad dado su perfil de geometría variable y por la reducida composición de sus células que los hacía poco vulnerables a la acción policial. El final del sueño republicano tras la entrada de Pavía en el Congreso provocaría una persecución feroz por parte del nuevo régimen “restaurador” que dirigió todo su empeño destructor hacia los grupúsculos anarquistas que a la postre se radicalizarían. La única salida a la que se impelía a estos colectivos ácratas era pues, la acción directa, que se tornaría en una forma de terrorismo reactivo ante la falta de canales de expresión adecuados. Angiolillo, un anarquista italiano acabaría con la vida de Canovas, que era la cabeza visible de aquel régimen represor. Comenzaba así la “época dorada“ del anarquismo.

Alineados con la lógica imperante en una sociedad poco habituada a la reflexión y la autocrítica, la indiferencia ante lo que sustanciaba los hechos que ocurrían en Andalucía, conducía a una conclusión fácil; aquellos descarriados campesinos sólo podían ser una cosa: terroristas. Y así fue, que todo el peso de la ley en manos de serviles togados caería sobre las ya castigadas espaldas de quienes no podían escapar a la sentencia de una cuna con mal pronóstico; la de la pobreza.

Algunos crímenes de naturaleza pasional, y otros que tenían carácter de hurtos o robos, fueron el pretexto para una salvaje represión sobre la clase obrera local. Centenares de arrestados fueron encarcelados en Cádiz, Jerez y Sevilla sin garantías procesales dignas de tal nombre. Había que dar un escarmiento ejemplar a aquellos incipientes y balbuceantes movimientos sindicales y se le imputaron a una ubicua sociedad secreta, La Mano Negra, aquellos actos delictivos que no tenían más trasunto político que la filiación de algunos de los detenidos al sindicato anarquista.

Destacadas personalidades de la época acusaron a la Guardia Civil de un montaje policial. Al parecer todas las pruebas que acabarían con los “conjurados” sentados en aquel artilugio inventado por la Inquisición se centraban en un manuscrito que jamás se presentaría a las autoridades. El “sensacional” descubrimiento hecho por la Guardia Civil de unos estatutos de la sociedad, bajo el elocuente título de Reglamento de la Sociedad de Pobres contra sus ladrones y verdugos, determinaría la condena a muerte inexorable y sin remisión para estos pobres desgraciados.

Siete ejecuciones en el garrote vil

En su alegato de veintiún artículos publicados en el periódico madrileño El Día, a partir del 21 de diciembre del año 1882, titulado genéricamente “El Hambre en Andalucía”, el escritor y periodista Leopoldo Alas Clarín hablaba de los contundentes efectos de las palizas y torturas infligidos indiscriminadamente a los campesinos como aviso para navegantes. Más humillantes eran todavía los paseos de las cuerdas de presos por las calles de Jerez, para mayor escarnio de los detenidos y sus familias.

Tras apelar al Supremo infructuosamente las ejecuciones se llevarían a cabo el 14 de junio de 1884, con el mismo garrote vil que había acabado con la vida del cura Merino. Verdugos venidos de diferentes puntos del estado liquidarían aquel sueño emancipatorio contra la esclavitud. Finalmente sólo se llevarían a cabo siete ejecuciones, ya que José León Ortega, uno de los encausados, sería eximido del garrote al haberse vuelto loco en la cárcel donde sus guardianes quebrarían su dignidad a base de terribles palizas.

Más de quinientos de aquellos jornaleros fueron deportados a las colonias. Mientras tanto, muchas madres ahogarían a sus hijos en las marismas para evitarles un futuro desolador. Las raíces del odio, a veces son profundas e inescrutables.

Los trágicos sucesos de la llamada Mano Negra acontecidos en las periferias del año 1883, cuya aparición, finalidad, contexto y proyección siguen siendo hoy en día todavía un enigma, empujaron a aquellos hombres a acciones desesperadas. Algunas de las causas que generaron aquel levantamiento siguen siendo muy actuales. Muchas cosas han cambiado desde aquel escenario, aunque algunos actores siguen siendo los mismos.

(Fuente: El Confidencial / Autor: Álvaro Van den Brule)

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