La guerra turca contra los kurdos se traslada a las ciudades

Dos columnas de humo se elevan sobre Cizre, en el sudeste kurdo de Turquía. La circunvalación que la rodea está tomada por militares turcos, que impiden el paso y mantienen sitiada la ciudad —de 130.000 habitantes—, donde rige el toque de queda desde hace 47 días. Pero de una colina sobre el río Tigris a las afueras de Cizre se perciben claramente los disparos de la artillería turca en el interior de la urbe, donde las fuerzas especiales de la Policía y el Ejército tratan de acabar con el levantamiento de jóvenes vinculados al grupo armado kurdo PKK.
El panorama no es muy diferente en otras localidades del sudeste del país en las que está vigente el toque de queda, como Silopi o el centro histórico de Diyarbakir, capital oficiosa de los kurdos de Turquía, donde, desde hace dos meses, se han hecho fuertes un centenar de militantes armados.
A lo largo de la avenida Gazi, que divide en dos la Ciudad Vieja de Diyarbakir, la policía ha cubierto la entrada de varias tiendas con sacos terreros y, adornadas con una bandera turca para marcar posiciones, las utiliza de garitas de vigilancia.
Junto a ellas, un pelotón de soldados recibe instrucciones antes de entrar, acompañados de vehículos blindados, al dédalo de callejuelas donde se desarrollan los combates.
De allá llega periódicamente el estruendo de la artillería. “¿Lo oyes?”, pregunta un vecino. “Es así cada día, y a veces caen proyectiles de mortero por aquí cerca. Incluso han metido un tanque”, asegura. Según las declaraciones de quienes escapan de los barrios en conflicto, los militares están derribando casas para poder abrirse paso hasta las barricadas en las que se han atrincherado los militantes kurdos.
La guerra ha regresado a las zonas kurdas de Turquía como si el proceso de paz que negociaban el Gobierno y el PKK hasta el año pasado sólo hubiese servido para acumular ímpetu y retomar el conflicto con mayor brío.
Según un informe de la Asociación de Derechos Humanos (IHD), 161 miembros de las fuerzas de seguridad turcas y 199 combatientes del PKK han muerto desde que se renovaron las hostilidades el pasado julio. Aún peor, hasta el pasado día 24, habían perdido la vida 243 civiles, la mayoría por disparos de la Policía y el Ejército turcos.
“En la década de 1990 también morían civiles por el conflicto kurdo, pero jamás la cifra de civiles había superado las bajas militares”, lamenta Raci Bilici, presidente provincial de la Asociación de Derechos Humanos.
Además, denuncia que el bajo número de heridos en el lado del PKK —sólo seis— es muestra de que las fuerzas turcas “o bien los ejecutan o los dejan morir en la calle”, lo cual supondría “una grave violación de las normas internacionales de la guerra”.
“Los policías y militares que están combatiendo vienen de fuera, y los vecinos se quejan de la continua violencia física y verbal a las que les someten”, explica Ekrem Nifak, dirigente local del partido nacionalista kurdo DBP, quien asegura que muchos agentes oriundos de la región afectada por el conflicto han presentado su dimisión “para no participar en esta barbarie”, hecho que desmiente el Gobierno de Ankara.
La lucha entre el PKK y el Ejército turco obliga a huir a miles de kurdos
En la Puerta de Urfa, una de las aberturas de los negros muros del siglo IV que rodean la Ciudad Vieja de Diyarbakir, se agolpan las familias en una huida precipitada. Las camionetas, cargadas de bártulos y personas todo lo que la ley del equilibrio les permite, tratan de abrirse paso a bocinazos para salir cuanto antes de la zona amurallada.
Algunos utilizan motocarros o carretillas; otros sacan lo que pueden cargándolo sobre la espalda. Mantas, colchones, lavadoras, frigoríficos, dos ositos de peluche… hay que llevarse lo que sea posible antes de que los combates que se desarrollan en el interior del casco antiguo alcancen estos barrios.
Mahmut está desesperado. Hace casi dos meses, cuando las autoridades turcas decretaron el toque de queda aún vigente en cinco barrios de la Ciudad Vieja y las fuerzas de seguridad los rodearon para acabar con el levantamiento de militantes vinculados al grupo armado kurdo PKK, decidió abandonar su casa junto a su mujer y su hijo. Con lo puesto, dejando atrás todo lo que había acumulado en 16 años de feliz matrimonio.
“Los del PKK cavan zanjas, levantan barricadas y minan las calles para evitar que entre la policía. Hubo combates armados y temíamos quedarnos en medio del fuego. Además no se podía soportar el olor de los cadáveres, porque los militares no permiten entrar a las ambulancias”, asegura.
Pero su segundo refugio, el hogar de un pariente en la otra punta de la Ciudad Vieja, tampoco es seguro: los enfrentamientos se han trasladado hasta allá esta semana y el Gobierno ha sumado la zona al toque de queda, dejando sitiado prácticamente todo el casco antiguo. “Llegó la policía y nos dijo: ‘El que no se vaya será considerado un terrorista’. Así que hemos vuelto a escapar”. Y quien sale de la zona acordonada, no puede volver a entrar pues la policía y los militares han erigido vallas y cierran las calles con sacos terreros tras los que se parapetan agentes fuertemente armados.
Hasta finales del mes pasado fuentes municipales habían contabilizado 20.000 desplazados en Diyarbakir, pero en los últimos días, al extenderse el toque de queda, la huida se ha intensificado y se calcula que hasta 15.000 personas habrían salido de la zona amurallada de la ciudad sólo entre el miércoles y el jueves. Los muertos, entre combatientes y civiles, se cuentan por decenas. “Esto parece Siria. Nunca había visto tal grado de violencia, ni siquiera en la década de los años noventa”, asegura Ilyas Akengin, director del diario local Tigris Haber.
“Hay bombas y combates. Han cortado el agua, la electricidad y el teléfono. No se puede vivir ahí dentro”, relata Hüseyin, de 21 años, que espera a las puertas de la muralla a que algún camionero se apiade de él y de su familia y acceda a trasladar sus pertenencias a un lugar seguro por las pocas liras que tienen.
La economía en el interior de la Ciudad Vieja, donde se encuentran los mercados más importantes de Diyarbakir, se ha detenido y cientos de negocios han cerrado. “¿Por qué nos hacen esto? ¿Por qué nos arruinan la vida? ¿Por ser kurdos?”, se pregunta Haci, que regenta un pequeño quiosco.
La delegación del Gobierno y el Ayuntamiento han recolocado a algunas familias en hoteles y alojamientos municipales y a otras se ha ofrecido indemnizaciones de unos 90 euros, pero muchos se quejan de que no basta para pagar un alquiler, más teniendo en cuenta que quienes viven en la Ciudad Vieja son los más pobres de la ya de por sí depauperada capital oficiosa de los kurdos de Turquía.
“¡Nos han dejado en la calle! ¿Adónde vamos a ir si no tenemos dinero? ¡Sólo me queda suicidarme!”, se desgañita la anciana Hatice Bayar, de 80 años: “No sé de qué bando es la culpa de este suplicio al que nos someten, pero al final los que pagamos somos el pueblo llano. ¡Que Dios les confunda! ¡Esto no son capaces de hacerlo ni los infieles!”.
El de Diyarbakir no es el único caso. Desde hace mes y medio se prolonga el cerco militar a las localidades de Silopi –de la que, según una fuente del Ayuntamiento, han huido “miles de personas”, aunque han comenzado a regresar desde que la semana pasada se levantase parcialmente el toque de queda- y Cizre, cuyo casco urbano está completamente rodeado por el Ejército, que bombardea con artillería y tanques el centro de la ciudad, donde se han hecho fuertes los militantes del PKK.
De Cizre han huido más de 100.000 personas de acuerdo al partido nacionalista kurdo HDP. “La gente agarra los animales o lo que pueda y se va, porque, especialmente en el centro, se vive bajo condiciones de guerra”, explica por teléfono un empleado municipal que permanece en la ciudad.
Esta nueva ola de violencia y esta “migración forzosa” tendrá “graves consecuencias”, avisa el director de Asociación de Derechos Humanos de Diyarbakir, Raci Bilici. En las décadas de 1980 y 1990, cuatro millones de kurdos fueron desplazados por la política del Ejército turco de evacuar miles de pueblos y aldeas para luchar contra el levantamiento armado del PKK. Son precisamente los hijos de esos desplazados, crecidos en un clima de violencia, quienes hoy protagonizan la nueva insurrección kurda.
Fuente: El País / Autor: Andrés Mourenza)

Francisco Campos

Francisco Campos

Nació en Sevilla en 21 de julio de 1958. Trabaja como administrativo. Es autor del libro "La Constitución andaluza de Antequera: su importancia y actualidad" (Hojas Monfíes, 2017).

También te podría gustar...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *