Sevilla: “Este es mi derecho”, nueva corrala okupada en Sevilla por cinco familias sin techo en la zona de la Macarena

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Son las cuatro de la tarde del primer miércoles del año y en las entrañas de la Macarena reina la quietud. Sevilla es más apacible intramuros, sobrevividas las grandes avenidas donde braman los cláxones y el personal hiperventila.

Pese a la calma imperante, la región norte del casco histórico es también testigo impasible de otro fenómeno irritante, más relacionado con el laberinto habitacional. Un borboteo de carteles inmobiliarios de venta y alquiler horada fachadas, ya sean de edificios viejos y desvaídos o de flamantes fincas reformadas. El asunto se vuelve viral en el insondable mercado digital, con infinidad de ofertas de alojamientos turísticos, dando vida a este concepto tan en boga como salvaje.

A lo anterior se suma una nómina nada desdeñable de inmuebles vacíos, abandonados a su suerte y presa de la más absoluta desidia. Un defecto de forma que este país aún no ha sabido atajar, y que se explica a través de la frase de cabecera del movimiento okupa: casas sin gente y gente sin casa. Con ellos nos citamos. O mejor dicho, con quiénes encarnan, por extrema necesidad, el papel de okupadores con la proclama reivindicativa que buscar un techo bajo el que pasar el invierno. Familias enteras, con niños a su cargo, que dicen no tener otra salida que dar una patada a la puerta que los abrigue del desamparo.

Estamos en la calle Macasta, en el corazón del triángulo macareno de San Gil, San Julián y Santa Marina. Una vía estrecha, de piso empedrado y edificios bajos. Aporreamos la puerta del 30, un inmueble viejo que según los datos del catastro fue construido en 1930. Su apariencia releva un estado de abandono agudo, que pide a gritos algo más que un blanqueo. La cancela, metálica de barrotes verdes, tiene soldada una chapa y en la pared bajo su dintel se aprecia un hueco de lo que un día fue un porterillo automático. En toda su fachada de dos plantas y azotea aparecen mensajes de clamor okupa, como el nombre de la propia corrala, Este es mi derecho. Hay otra frase, grafiteada en la parte baja del frontispicio, que llama poderosamente la atención, y que igualmente incluye al vocablo del merecimiento: derecho a techo. Art 47, Constitución.

Minutos después de seguir aporreando el improvisado portón sin timbre, este sigue sin abrirse. Llamada telefónica mediante, una cría de unos ocho años asoma tras descorrerse el pestillo. Viene acompañada de Joaquín, nuestro contacto, quién no para de defender que no pertenece a esta vecindad okupa sino a otra, la Corrala Dignidad, sita en la calle Fray Isidoro, a escasos 100 metros lineales del Parlamento de Andalucía. Joaquín es uno de los antisistema que participaron en el asalto del Pleno del Ayuntamiento del pasado diciembre, junto a otros activistas antidesahucios y que afirman protestar en favor de la personas sin hogar. En este reportaje, su papel es de enlace entre las familias que okupan el número 30 de la calle Macasta, recelosas y asustadas, y los periodistas. “Ante la represión, vamos a seguir okupando edificios en el centro de Sevilla para dar un techo a las personas. Ponedlo ahí en el periódico, que lo sepan”, nos exclama, a modo de declaración de intenciones, antes de iniciar la visita de rigor al inmueble.

De repente, y en lo que tomábamos nota de la advertencia nada velada del cabecilla, un tropel de niños inunda la estrecha calle de la Macarena. Los padres, aún escamados por la presencia de los periodistas, guardan distancia. “Haznos una foto y me la pasas por whatsapp”, dice una de las más pequeñas. “¿En qué tele vamos a salir?”, pregunta otro, no mucho más mayor. Hay más de una decena, y a ojímetro, todos están lejos de la mayoría de la edad. “Nuestros niños tienen entre seis y 17, los hay de todas las edades” (foto adjunta), exclama por fin una de las okupa, rompiendo el hielo. Se llama Esperanza, tiene 33 años y seis hijos. Ella es quién toma el testigo de Joaquín y hace de particular cicerone a través de la que desde hace escasos días es su casa, donde viven ilegalmente más de una veintena de personas.

Como las otras cuatro familias que okupan este destartalado edificio, Esperanza ha vivido en sus carnes la pesadumbre de la cuestión habitacional. Hace apenas una semana, a finales del año 17, llegaron hasta la calle Macasta tras tener que abandonar el que era su hogar, en su caso, un piso tutelado. Ha sido víctima de violencia doméstica y fruto de la cual, hace años que huyó de su barrio, Torreblanca. El desempleo pertinaz, la falta de red familiar y el hecho de que el padre de sus hijos “no se haga cargo de nada”, según aduce, la empujaron bajo el umbral de la pobreza. Sus ingresos ascienden a 430 euros al mes gracias a la RAI, la renta activa de inserción, insuficiente para sacar adelante un alquiler, «por muy social que sea» y siete bocas. “Incluso cuando he tenido trabajo limpiando escaleras o cuidando ancianos, hemos estado muy apretados”, añade.

Esperanza dice que no podía seguir viviendo en el piso tutelado, y que pese a lo que supone vivir en esta corrala, sus hijos “están más felices que nunca». La descendencia, de ocho a 17 años, no pierde detalle de la conversación, e incluso participa: «hemos limpiado esto, que estaba lleno de escombros”, dice uno de los chicos, de 15 años, que tiene un hermano gemelo. Ambos, que estudian un módulo de electricidad en un instituto de la Letanías –ahora están de vacaciones navideñas-, han sido útiles para el montaje de la infraestructura eléctrica del edificio ahora okupado.

El portal de la vetusta edificación tiene una apariencia ruinosa, pero el suelo luce limpio y embarga el olor a lejía. En la planta baja hay dos viviendas. En una de ellas se han asentado Susana y Víctor, de 42 y 29 años. Tienen una hija en común, de seis años, y Susana viene con dos más fruto de una relación anterior, de 18 y 20 años. Los cinco viven en apenas 30 metros cuadrados, donde hay hueco para una suerte de salón, en el que Víctor ya ha instalado un mueble principal que tenía en su vivienda anterior; una pequeña cocina y baño, con agua corriente y termo eléctrico y dos habitaciones, una de ella sin pared. “Mi idea es hacer alguna reforma, para adaptarlo aún más a nosotros”, narra el padre de familia.

Aunque dicen tener “la tranquilidad de que por ahora no nos van a echar”, afirman haber sufrido ya dos desahucios anteriores, en un piso de alquiler y en otra vivienda okupada, en la calle Doctor Marañón. “No les importa que tengamos niños pequeños”, claman casi al unísono. Entre los dos, no ganan más de 500 euros, “lo justo para comer y las necesidades básicas”, y ambos reiteran que esta situación es “temporal”, hasta que encuentren un sitio donde puedan vivir “de forma legal”. Susana, incluso, se muestra empática: “Yo entiendo a quiénes dicen que ellos pagan su casa y nosotros no, pero yo digo que ojalá yo lo pudiera hacer. Aquí no le hacemos daño a nadie, esto estaba totalmente abandonado”.

La realidad es que el 30 de la calle Macasta llevaba casi un lustro en situación de abandono, tras la partida de los últimos moradores. La entrada de los okupa provocó, consiguientemente, la reacción del dueño, que llamó a la Policía. Para que se efectúe un desalojo es necesaria una orden judicial, por lo que mientras se cursa y efectúa, estas familias podrán seguir habitando el edificio. La ley específica, en caso de edificios vacíos, que si han pasado 48 horas desde la okupación, hay que esperar al juzgado. “Por ahora, podremos estar un tiempo aquí. Si nos echan y seguimos sin posibilidades, iremos a otro”, cuentan, desafiantes, en Corrala Por nuestros derechos.

La visita continúa en el piso superior, donde hay otras dos viviendas. En una de ellas se ha asentado otra chica joven, que prefiere no revelar su identidad. Es la única inquilina que no es de Sevilla capital o su provincia y llegó hace apenas unos días a la ciudad huyendo de su pareja, a quién dice temer. Los otros vecinos cuentan que cuando la conocieron tenía marcas asimilables a una agresión. Vive con su hijo adolescente, y dice haberse visto en la calle por el simple hecho de querer salir del infierno que era la cohabitación con un maltratador. “Esperanza y Susana están siendo hermanas para mí”, narra, hecha un flan. No tiene ingresos y vive de la caridad de los otros habitantes de la corrala y la ayuda de asociaciones. “Ahora lo que quiero es que mi hijo pueda ir pronto al instituto, quiero que estudie”, dice desde el desvencijado sillón del salón de un piso destartalado, donde al menos puede cobijarse. Su experiencia es también la que viven muchas víctimas del sinhogarismo. La de la huida que deriva en la más absoluta pobreza, rotos los lazos con familias o cónyuges y perdido el desabrigo del hogar.

En el último piso, la azotea, existe otra vivienda, pertrechada con techos de uralita. Allí es donde vive Esperanza, que una vez ha realizado las funciones de guía por todo el edificio, presenta orgullosa su nuevo hogar. “Somos una familia muy unida, mis hijos dicen que están felices y yo los veo así”, presume, regodeándose en la dicha que la alumbra. Tienen luz, agua corriente, termo y una cocina resultona, donde destacan dos ollas, aún llenas de arroz blanco y de puchero. En la propia terraza, una mesa grande, con sillas, revela que no hace mucho fue la hora del rancho: siguen ahí los platos y vasos. Junto a la mesa, una barbacoa y un latón con restos de una fogata. “Toda la corrala viene a comer aquí, a la terraza. Entre los inquilinos también estamos muy unidos”, explica.

¿Cómo se pasa una Navidad así? “Es duro, pero estamos felices porque tenemos donde refugiarnos”. Es en este momento clave cuando Joaquín aparece de nuevo, ahora acompañado por David, otro okupa de la Corrala Dignidad que también se autodefine como activista de las personas sin hogar. Ambos explican que están haciendo una colecta de juguetes para que los niños puedan tener regalos de Reyes. Por su parte, Víctor explica que se ha hecho con una bicicleta de segunda mano para la niña pequeña, al tiempo que los gemelos de Esperanza, aprendices de electricista con 15 años, irrumpen con una respuesta que deriva en silencio general y lapidario: “Nuestro regalo de Reyes es este ‘cacho’ techo. Que no nos lo quiten”.

Así es la vida en el 30 de Macasta, la segunda corrala a día de hoy activa en la ciudad de Sevilla. La otra, ya referida, Dignidad, acoge a personas sin hogar. Son entidades distintas, “pero hermanadas”, explican. En el caso de “Este es mi derecho”, la entrada está restringida a familias con hijos, en las que el drama del desahucio y el sinhogarismo asciende a niveles dramáticos.

Ambas se abrieron en las postrimerías del ya pasado año 17, en noviembre y diciembre, respectivamente, ocasionando un repunte del fenómeno corrala en una ciudad que vivió hace apenas cuatro años el relato de uno de los movimientos okupa más mediáticos de España, el caso de Utopía, una corrala levantada en un edificio de nueva planta, aunque desocupado, junto a la glorieta de San Lázaro. En ese caso, fueron también familias con niños quiénes se asentaron en un inmueble vacío, con proclamas contrarias a la especulación y ante la imposibilidad de acceder a una vivienda. Su desalojo acarreó una severa crisis política que, a la postre, acabó tumbando el pacto de gobierno andaluz entre PSOE e IU.

Los impulsores de este nuevo movimiento, la asociación PSH (Personas sin hogar Sevilla) nace desde las entrañas de los propios sin techo, así lo defienden ellos, y argumentan reiteradamente que no guardan vínculos ni con Utopía ni con siglas políticas. “Si alguien nos quiere ayudar, tenemos las puertas abiertas. No queremos dinero, solo comida para repartirla entre los pobres”, arguyen Joaquín y David, mientras narran sus peripecias antisistema: “Nos conocimos en los albergues y comedores, y ahora estamos organizados para luchar por el derecho a la vivienda digna”, expresan con decisión.

En Sevilla existen miles de pisos okupados, prácticamente todos ellos de forma anónima. No exhiben cartelones a la calle, ni lanzan proclamas ni se autodefinen como una colectividad. Simplemente son personas y familias que de esta forma hallan el cobijo al que no han tenido la oportunidad de acceder. Historias invisibles, silenciadas hasta el extremo. “Nosotros, además de tener un techo, queremos lanzar un mensaje a la sociedad, que nos oigan y que sepan que no tenemos posibilidad de otra cosa y que esto tiene que cambiar, porque hace frío y la calle no es el sitio”, dice Esperanza, mientras zamarrea con fuerza la pancarta principal que decora el número 30 de Macasta, en el corazón de Sevilla: “Porque este es nuestro derecho, lo dice la Constitución”.

(Fuente: El correo de Andalucía / Autor: Diego M. Díaz Salado)

Francisco Campos

Francisco Campos

Nació en Sevilla en 21 de julio de 1958. Trabaja como administrativo. Es autor del libro "La Constitución andaluza de Antequera: su importancia y actualidad" (Hojas Monfíes, 2017).

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1 respuesta

  1. Avatar Antonia Gonzalez dice:

    Estas señora, Esperanza, miente. Está en un recurso municipal un piso con todos los gastos pagados, incluida manunteción. Es más la hemos visto comprando con un cheque de 150 euros en supermercado jamón. Basta de mentir, se ha metido de ocupa porque ha querido.
    Que verguenza, que se mienta, hay gente que realmente no llega a final de mes y esta gente recibe ayudas y además se meten de okupas.

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