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A vueltas con el españolismo lingüístico

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La escuela filológica española se ha caracterizado por la escasez de gestos reflexivos o autocrítica, refractaria siempre a incorporar las aportaciones de las teorías de la cultura, del texto, de la historia o del lenguaje mismo que han ido apareciendo en otras disciplinas. Muy al contrario, ha insistido en unas prácticas que, por un lado, se pretenden técnicas, objetivas e ideológicamente asépticas y, por otro, preservan su relato de unidad cultural (Del Valle, 2016). A finales de los años 70 y principios de los 80, la agitación política contra la dictadura franquista y en pro de la autonomía tuvo su correlato cultural en el descubrimiento del andaluz, aunque entendido como un dialecto del castellano básicamente. No obstante, el progresivo enfriamiento y enquistamiento de las predisposiciones emancipatorias comenzó a invertir el proceso y muchos investigadores de la academia, adscribiéndose a la táctica del divide y vencerás, se apresuraron a buscar diferencias, y/o a crearlas incluso, entre sus distintas variedades con vistas a desbaratar la mera conceptualización en clave dialectal, lo que puso en boga el calificativo de “hablas andaluzas”. Tanto la pedantocracia académica andaloespañola como el sector cultural y político que la secunda (no así la intuición de la masa social) llevó a cabo un nuevo tour de force a finales de los 90 recomendando la nueva denominación de “español hablado en Andalucía”1, radicalización negacionista que contrasta “con la imparcialidad de cualquier observador extranjero que quiera practicar un español aprendido en Valladolid en cualquier pueblo del interior andaluz, y aún con más asombro si pretende aprender giros, vocabulario, sintaxis y pronunciación de l@s indígenas de ese pueblo” (Porrah Blanko”, 2000: 155-157). La muestra más reciente la tenemos en un artículo de opinión del filólogo Antonio Narbona publicado en Diario de Sevilla el pasado 26 de marzo2. A la hora de elegir el título de su texto, “A vueltas con la defensa del andaluz”, el catedrático de la Universidad de Sevilla no se complica la vida y opta por rentabilizar la fórmula inicial de escritos anteriores como “A vueltas con la identidad lingüística de Andalucía” (Narbona, 2008). Por nuestra parte, aquí no seremos menos.

Esta última intervención mediática de la intelectualidad orgánica colonial se produjo como reacción a las intenciones de un grupo de filólogas/os sevillanas/os de establecer una plataforma para impulsar una academia lingüística con el propósito de “lanzar una respuesta contundente ante las frecuentes descalificaciones y desprecio de ciudadanos de otras comunidades –a veces realizadas por figuras públicas– hacia una de las más destacadas señas de identidad de los andaluces: su habla”. La timorata ambigüedad manifestada por quienes defendían el proyecto, que denominaban “Academia Andaluza de la Lengua” (aplicar el adjetivo gentilicio a la futura institución evita declarar a qué lengua se refieren) no dejaba de asumir, en realidad, la terminología oficialista al reivindicar que “se dignifiquen las hablas andaluzas” (Sevilladirecto.com, 11/III/20173). Sin embargo, ello no les serviría para escapar a las admoniciones de uno de los representantes máximos del establishment filológico españolista, quien desde las páginas del rotativo de la burguesía hispalense expresa su fastidio (“Por varias vías me llega la información” en torno a la iniciativa) tan solo dos semanas después de que la hicieran pública. Hay que reconocer que el primer párrafo de este texto de opinión de Narbona evidencia, efectivamente, cómo “el sustantivo Lengua […] queda en el aire, sin determinar, por más que el adjetivo andaluza se aplique a Academia”.

El segundo párrafo del artículo explota el autobombo repasando algunos de los trabajos de su grupo de investigación, entre los que cita “reuniones científicas” como tres “Jornadas sobre el Habla Andaluza de Estepa”. Por cierto, en el artículo científico citado más arriba, él mismo reconoce que en la primera de ellas alguien, “por escrito, […] vino a decir […] en la encuesta que se pasó al final: «que en las próximas [Jornadas] algún ponente, aunque sea sólo uno, hable andaluz»“. Al parecer, el empecinamiento de los académicos hacía que lloviera sobre mojado dado que también admite que “A mediados de los años 70, uno de los asistentes a una Mesa Redonda sobre el andaluz intervino para decir que la mejor prueba de lo arraigado que estaba en Andalucía el denominado complejo de inferioridad lingüística era que ninguno de los que participábamos –todos éramos andaluces– se había expresado en andaluz” (Narbona, ibíd.: 110). Naturalmente, el narrador en primera persona de estos hechos se apresuraba a desautorizar, a través de las más barrocas piruetas lógicas, las reiteradas observaciones que una y otra vez le hace notar el público asistente a estos actos, lo cual deja patente que siempre “hay especialistas especializados en no querer ver lo evidente” (Moreno Cabrera, 2013: 12). Una obstinación que también demuestra en el mismo artículo académico cuando, en pleno siglo XXI, no muestra el menor reparo en utilizar en un texto científico el término “reconquistadores” cuando habla del momento en el que el castellano se impone (“implanta”) en Andalucía (Narbona, ibíd.: 110). Resulta problemático tomarse en serio el análisis del discurso de un estamento universitario que perpetúa el empleo de un léxico absolutamente exento de todo rigor histórico (Ríos Saloma, 2011); no obstante, seguiremos intentándolo en las próximas líneas.

Llegamos a un memorable tercer párrafo en el que el filólogo de la US despliega ya, sin ambages, todo su ideario negacionista en lo relativo tanto a la entidad lingüística propia del andaluz como a la existencia de procesos y factores sociales que lo convierten en objeto de rechazo y estigmatización. En él llega a decir que “la defensa y la dignificación del andaluz, poco tienen de novedad, son recurrentes, pese a que ninguna investigación rigurosa ha determinado el alcance del victimismo o del denominado «complejo de inferioridad» que se suele asociar a los andaluces”. Por nuestra parte, al dedicarnos a la docencia en secundaria, constatamos año tras otro el implacable y generalizado complejo de inferioridad lingüística manifestado por un alumnado de la ESO que en su inmensísima mayoría cree, y así lo expresa, que, efectivamente, habla mal. Pero por si testimonios como el de quien escribe estas líneas no constituyeran motivos lo suficientemente dignos de atención para el catedrático, podríamos proporcionarle numerosos ejemplos que, de tener un mínimo de honestidad científica, le harían poner en cuarentena su tajante afirmación de que “ninguna investigación rigurosa ha determinado el alcance del victimismo o del denominado «complejo de inferioridad» que se suele asociar a los andaluces”. Tal vez le sirviera como muestra, por citar un caso, la tesis doctoral de la lingüista de la Universidad Estatal de California Elena Snopenko con el explícito título Stigmatizing language: The case of Andalusian (Lengua estigmatizante: El caso del andaluz; Snopenko, 2007). De acuerdo con la traducción que realizamos a partir de la reseña de la propia autora en inglés4,

como resultado de la unificación política y estandarización lingüística el dialecto de Andalucía fue estigmatizado. […] fue etiquetado en términos negativos como «impuro», «mezclado», «cerrado», etc. […] La pronunciación de los andaluces sirvió como fuente de acentos caricaturescos de grupos marginados y estigmatizados en el escenario. […] demuestro el carácter ideológico de estas representaciones en los trabajos de lingüistas históricos como Menéndez Pidal y Amado Alonso, que proveían análisis descriptivos de los procesos lingüísticos acompañados de una interpretación con carga ideológica. Sus ideas, como la de «Castilla, la cura de España» o «castellano, el dialecto revolucionario» asignan cualidades inherentemente superiores a la variedad castellana y, con ello, ubican jerarquías sociales sobre la lengua y asumen una posición inferior en relación con el dialecto andaluz.

Pero por si “por varias vías”, por cuestiones de distancia geográfica, no le “llega la información” sobre la existencia de dicha tesis doctoral (por recuperar su enunciado), el miembro del grupo “Español Hablado en Andalucía” también tiene a su disposición trabajos científicos de ámbitos bastante más cercanos; concretamente, el del lingüista y profesor de la Universidad de Huelva Ígor Rodríguez-Iglesias, para quien “Esta lógica define muy bien lo que el grupo dominante impone a través de todo su cuerpo de juristas del lenguaje (escuela, gramáticos, medios de comunicación, etc.): una lengua legitimada a la que atenerse y que capitaliza a los sujetos que tienen acceso a todas las características que este sistema impone como legítimos, desechando arbitrariamente […] el resto de capitales lingüísticos (y simbólicos, en general), lo que da lugar a la discriminación” (Rodríguez-Iglesias, 2016a: 111). Asimismo, este último autor cita la denuncia de otros, para quienes “existe en determinados filólogos y lingüistas una «anteposición de la ideología a la ciencia»”, si bien precisa, más exactamente, que en realidad es “la ciencia”, en sí misma, la que “comporta una/s ideología/s” (p. 112). Aparte, traza el recorrido histórico por el que el andaluz ha sido estigmatizado, desde las burlas por parte de los escritores del llamado Siglo de Oro español, pasando por las observaciones de Benito Arias Montano (en términos de “negligencia”, “incuria”, “vicio” e “indulgencia”) o las invectivas de Juan de Valdés a Antonio de Nebrija (aludiendo a que “él era de Andalucía, donde la lengua no está muy pura”) hasta llegar a las aseveraciones, ya en época contemporánea, de Manuel Alvar acerca del “caos en efervescencia, que no ha logrado establecer la reordenación del sistema roto”, o la manera de “descuidar todo aquello que es dispar” por parte de la persona andaluza, “y eso desde el catedrático de Universidad hasta el último bracero” (ibíd.: 117-119). Pero más allá, la “investigación rigurosa” (por seguir usando las palabras de Narbona) de Rodríguez-Iglesias presenta testimonios de andaluzas/ces, recogidos de encuestas, a la pregunta “¿Has sufrido algún tipo de discriminación por tu habla fuera de Andalucía? Cuéntanos tu/s experiencia/s en las líneas que precises para ello”. En sus respuestas, se da cuenta de la desvalorización, discriminación, prejuicios culturales y/o lingüísticos y hasta acoso, siempre por la condición de ser hablantes andaluzas/ces, fenómenos que apuntan a situaciones en las que las consecuencias son de carácter socioeconómico, concretamente en el campo laboral (ibíd.: 124-132), lo que podría darle cierta idea al autor del texto de opinión de Diario de Sevilla en relación con “el alcance del victimismo” del que hablaba.

Ironizaba el escritor uruguayo Eduardo Galeano en un poema titulado “Los nadies”, perteneciente a su obra El libro de los abrazos, señalando que de acuerdo con el discurso colonial “los nadies” o “los ninguneados”, igual que, por ejemplo, “no profesan religiones, sino supersticiones”, “no hacen arte, sino artesanía” y “no practican cultura, sino folklore”, también tienen la desventaja de “Que no hablan idiomas, sino dialectos” (Galeano, 2000: 52). La argumentación de Narbona prosigue en la línea habitual del paradigma hegemónico de acuerdo con el cual el andaluz no es que ya no sea lengua oral, sino que ni siquiera llega tampoco a la categoría de dialecto, dado que “lo destacable es la heterogeneidad de las hablas andaluzas”. Justifica su aserto en virtud de que “Los rasgos que sirven para su identificación y caracterización no son compartidos por todos los andaluces y sí con otras modalidades del español”, lo que oculta el hecho de que esas otras “modalidades del español”, las de Canarias y el continente americano, proceden desde una perspectiva diacrónica de unas variedades concretas del andaluz. Lo más sorprendente de todo esto es que el recurso a estas argumentaciones por parte de la vigente pedantocracia contradice incluso las tesis del que se ha venido considerando la autoridad en la materia, Manuel Alvar, para quien el hecho de que “Los rasgos que sirven para su identificación y caracterización no son compartidos por todos los andaluces y sí con otras modalidades del español” (como dice Narbona) no restaba al andaluz la condición de dialecto, catalogación que recomendaba el propio Alvar en una entrevista a El País concedida el 30/IX/1999 (“«Lo mejor es llamar dialecto al andaluz», recomendaba ya en el mismo titular5). De hecho, en realidad todas las lenguas tienen un cierto grado de heterogeneidad, tanto el castellano como el andaluz, y “«Que un rasgo del andaluz como la aspiración de la /s/ se dé en Salamanca, en Ávila o en Toledo; que la neutralización de la /r/ aparezca en Puerto Rico o que haya abertura de vocal en algunos sitios del español rioplatense, no creo que quiten fisonomía al andaluz». Esto lo dice Alvar” (cit. en Moreno Cabrera, 2012).

En cuanto a la determinación específica de que tales rasgos no sean compartidos por toda la población, el filólogo de la Universidad de Sevilla elige como ejemplo el hecho de que “En la comunidad autónoma andaluza unos pronuncian de igual modo sesión y cesión, bien porque cecean (en todos los casos dicen ceción), bien porque sesean, eso sí, con muy diversas eses y zetas, pero otros muchos distinguen”. La información omitida por tal caracterización negacionista es que la mayor parte de la población andaluza se encuentra en el primer caso, la no distinción entre /z/ y /s/, rasgo más genuino del andaluz y sistema fonético dentro del cual se hallan tanto quienes “cecean” como quienes sesean “con muy diversas eses y zetas” (como escribe el catedrático) las cuales no serían sino meras realizaciones de un único archifonema (/z/+/s/), lo que hace que tanto en la variante “me boi a kazà” como en “me boi a kasà” (transcrito de acuerdo con el sistema de Porrah Blanko, 2009) sea necesario el contexto de enunciación para determinar si el/la hablante va a contraer matrimonio o por el contrario se va a capturar y/o matar animales. Narbona prosigue argumentando que “Sesear, [sic, separando el sujeto del predicado con una coma] es lo que hacen sistemáticamente casi todos los canarios e hispanoamericanos”, obviando, como decimos, que la explicación diacrónica de este hecho remite al origen andaloparlante de la población que tuvo como destino Canarias y América como resultado de la conquista y colonización. La propia web de su grupo de investigación redunda en estas abstrusas categorizaciones al ilustrar a sus visitantes con estos detalles: “el habla andaluza forma parte de un conjunto mucho más amplio” del “español atlántico, que comprende el andaluz e incluye el español de Canarias y de América”6. No obstante, y por supuesto, no parece haber ningún problema en que tanto personas distinguidoras como ceceantes y seseantes “canarios e hispanoamericanos” pertenezcan a una presunta comunidad lingüística de una lengua llamada “español”, cuya diversidad (“heterogeneidad”) no le supone ningún obstáculo a la hora de catalogarla como tal; el problema solo aparece selectivamente cuando se trata de establecer la entidad lingüística del andaluz, porque, continuando con este escepticismo particularista radical, “habría que precisar a qué andaluz nos referimos, al hablado por quiénes, dónde y en qué situaciones comunicativas”, dado que “Unos mismos usuarios no se expresan (ni siquiera pronuncian) de igual modo cuando participan en una conversación familiar (en que la confianza es máxima y la connivencia y complicidad totales), que cuando lo hacen en actuaciones interlocutivas en que se requiere (o conviene) cierto grado de formalidad, sobre todo, si se trata de una intervención pública”.

El propio redactor de tal aserto constituye el vivo ejemplo de esta circunstancia en su calidad de orador vallisoletanizado, como le ha hecho notar en varias ocasiones el público asistente a sus intervenciones (según él mismo reconoce, como hemos comprobado). Lo que no menciona, soslayando toda consideración de índole socio- o antropo-lingüística, es que la dinámica de estigmatización hace que en ocasiones se solape la dimensión diatópica con la diafásica (en algunos casos, con la diastrática también), lo que explica que cuando una persona se enfrenta a una situación de comunicación considerada ‘formal’ piense de manera bien consciente, bien automática e implícita, que debe sustituir su lengua vernácula (andaluz) por el estándar oficial (castellano), establecido este último en principal medida de acuerdo con las características de la lengua vernácula de un territorio foráneo, donde se halla el centro de poder económico, político y militar (Rodríguez-Iglesias, op. cit.: 122). Narbona Jiménez protagoniza una entrevista televisiva, realizada por la propia Universidad de Sevilla y emitida por el canal El Correo de Andalucía TV (disponible en internet7) donde, en un momento del vídeo, en el que tanto él como la entrevistadora tratan de amoldar su expresión oral (con éxito desigual) a la norma estándar castellana, el entrevistado afirma literalmente que “la cultura escrita es la cultura, en el fondo”8; se entiende “en el fondo” como únicamente, por oposición a la oral. Cabría preguntarse, ante tal afirmación, si el flamenco o el romancero empezaron a ser cultura solo cuando a alguien le dio por recoger esos textos orales por escrito. Insistimos en que a primera vista requiere de un gran esfuerzo tomarse en serio las alocuciones de alguien que es capaz de formular a día de hoy esta clase de sentencias, las cuales hubieran pasado más desapercibidas en los siglos XVIII o XIX. No obstante, la identificación entre cultura y lengua escrita realizada por el catedrático de universidad no debe sorprender si tenemos en cuenta que fue a raíz de la consagración legislativa del capitalismo, que empieza con la Constitución de 1812, cuando la ideología españolista impone un fuerte proceso de aculturación, por una parte, tratando de eliminar a través de innumerables leyes las lenguas diferentes al castellano, pero, por otra, dentro del territorio castellanoparlante (así como, lógicamente, también en los demás), borrando o minusvalorando la literatura y saberes de transmisión oral (Rodrigo Mora, 2000).

Su llamada a “precisar a qué andaluz nos referimos” alegando que “Unos mismos usuarios no se expresan […] de igual modo cuando participan en una conversación familiar […] que […] si se trata de una intervención pública” significa en la práctica que no pasa nada si se usa el andaluz genuino… siempre que se mantenga lejos de la visibilidad relacionada con los temas serios. La estrategia del discurso académico hegemónico en lo que al andaluz se refiere es la de “reduzì la lengua naturá andaluza mah u menoh a un zimple pintorehkihmo arkaiko i fonolóhiko del ehpañó en Andaluzía” (Porrah Blanko, 2014: 38). El propio Narbona reserva el andaluz para el chiste mientras selecciona el castellano impostado durante los fragmentos expositivos más formalizados, una práctica que tanto él como sus adláteres han adoptado al participar en actos universitarios organizados por asociaciones de estudiantes interesados/as en valorizar su lengua, al actuar como bomberos encargados de apagar las primeras chispas de la ilusión andalófila en la gente más joven (y no tan joven) llegando, si hace falta, incluso a manejar su andaluz vernáculo ocasional para hacer chascarrillos denigrantes de la presunta incapacidad de nuestro sistema lingüístico para aprehender determinadas situaciones, de acuerdo con el testimonio directo de Porrah Blanko (ibíd.) como asistente a una disertación y coloquio sobre el andaluz en la que el alumnado que formaba parte del Aula de Cultura de la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla) descubrió, a medida que se desarrollaban las intervenciones de Narbona y su equipo, que había metido al enemigo en casa.

El tercer párrafo de la columna concluye con este razonamiento: “Ni todos los andaluces sienten la misma necesidad de defenderse ni coinciden en lo que hay que dignificar o debe ser reivindicado. Tampoco a la hora de atribuir (si admiten que lo hay) el desprestigio a factores externos o/e internos”. A este respecto es necesario aclarar que las ideologías lingüísticas, en este caso, la endoandalofobia, no son exclusivas del grupo dominante sino que atraviesan toda la estructura social, incluido el sector que se ve subalternizado por ellas (Rodríguez-Iglesias, ibíd.: 121). Respecto a la falta de consenso en “lo que hay que dignificar o debe ser reivindicado”, el autor silencia una vez más que es su propio estamento el que determina una escala de aceptabilidad de rasgos del andaluz donde, por nombrar un aspecto perteneciente al ámbito fonético, la preferencia, de acuerdo con su grado de proximidad al castellano (al vulgar, en origen, y, como consecuencia, también al estándar), es la distinción entre /z/ y /s/. En un peldaño inferior, como mal menor, se situaría el seseo y, como puede colegirse, el escalafón más bajo e imperdonable sería el zeteo (“ceceo”). Veámoslo en una de las clásicas prescripciones de un representante histórico del sanedrín filológico en nuestro país, perteneciente a un documento editado por la misma Universidad de Sevilla, en relación con la “Didáctica de la lengua española en Andalucía”. Se refiere a (Lamíquiz, 1985: 191-192)

un tercer estrato o registro de uso social ampliado que corresponde a un empleo consciente cultural de la lengua española estándar, propio para los años de BUP [antiguo Bachillerato Unificado Polivante] o FP [Formación Profesional], una lengua de domingo. […] Un uso de lengua que no renuncia a la manifestación genuina de los valores sociales del grupo andaluz, que mantiene los síntomas funcionales de personalidad del grupo comunitario pero que no queda encerrado en sus fronteras. Así, mantiene su propio acento entonativo, un recatado seseo fonético, una suave aspiración y la expresión salpicada de vivas imágenes y logrado colorido. Es, en suma, la lengua hablada de los hablantes cultos andaluces […].

Así pues, la academia, en lo que al “empleo consciente cultural de la lengua española estándar” se refiere, tolera el seseo, pero siempre que sea “recatado”, así como la aspiración, aunque en tanto se realice de manera “suave”. Obsérvese que a los rasgos “de personalidad del grupo comunitario”, o sea, del andaluz, los denomina con el término “síntomas”, definido por el DRAE como “Manifestación reveladora de una enfermedad”9. De tomar en su literalidad la elección léxica de Lamíquiz, puede que fruto de un lapsus, nos encontraríamos ante una ‘enfermedad’ de la “personalidad”, lo que situaría al uso oral del andaluz dentro del terreno de la psicopatología. Colateralmente, por otra parte, la alusión a “Un uso de lengua […] que no queda encerrado en sus fronteras”, recreando sus palabras, revela la ideología criptonacionalista subyacente del españolismo lingüístico, paradigma según el cual las demás lenguas son menos entendibles y útiles que el castellano porque “limitan, empobrecen y aíslan a las personas” (Moreno Cabrera, 2010: 17-18). Otro de los pilares de esta visión del hecho lingüístico, que es la que nos ocupa particularmente en torno a la descripción que la intelectualidad andaloespañola proyecta en torno al andaluz, como estamos viendo, es la de que “las demás lenguas están menos unificadas y están más dialectalizadas que el castellano” (ibíd.). Un ejemplo de esta compulsión deconstructiva lo tenemos en un reciente reportaje publicado el 12 de marzo en la versión impresa de El País, en la página 30, sección “Cultura” (visible también en su edición digital del día 1410), donde el paroxismo troceador llega a la afirmación de que “Ni siquiera existe un andaluz” porque el “habla presenta singularidades entre provincias, entre pueblos cercanos e incluso entre barrios de las ciudades”. Debe inferirse que, de acuerdo con esta presunta excepcionalidad, en el barrio madrileño de Salamanca la gente se expresa exactamente igual que en Carabanchel o Vallecas.

Continuemos analizando el artículo de Antonio Narbona, para quien, tal como suscribía el reportaje de El País, en la estela ideológica del españolismo lingüístico, no existe el andaluz como lengua natural (ni siquiera como dialecto) y tampoco está muy claro el hecho de su estigmatización. A su juicio, es un problema de mera divulgación de un paradigma considerado como el correcto: “Queda mucho por investigar de las hablas andaluzas. Pero es urgente que lo que se sabe llegue a la sociedad”, comienza el párrafo cuarto y penúltimo que prosigue reprochando a las/os impulsoras/es de una eventual Academia Andaluza de la Lengua que “Ninguna instancia u organismo regulador va a contribuir a la mejora de la competencia lingüística y comunicativa de los ciudadanos. Además, ni puede, ni debe, coercer los hábitos articulatorios o, menos aún, la prosodia, los dos ámbitos en que se reconoce de manera inmediata a los andaluces”. Esta objeción contra las iniciativas regulatorias no implicaría tanto carácter selectivo si no proviniera de un miembro como “académico correspondiente”11 de una institución como la Real Academia Española (en cuya elección, de acuerdo con el Reglamento de 2014, eso sí, “se procurará que estén representadas todas las regiones españolas”; VV.AA., 2014: 43), la ‘policía lingüística’ por antonomasia, entre cuyos fines se encuentran, precisamente, según sus Estatutos vigentes desde 199312, “velar porque los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico” así como “establecer y difundir los criterios de propiedad y corrección” (ibíd.: 9). Naturalmente, “los académicos correspondientes y honorarios estarán obligados a contribuir a los fines de la Academia” (ibíd.: 46), lo que evidencia el cinismo implícito en la censura de Narbona a todo “organismo regulador” que pretenda “contribuir a la mejora de la competencia lingüística y comunicativa de los ciudadanos”, como justamente dice perseguir la RAE si traducimos a lo concreto su declaración de tener entre sus objetivos con respecto al castellano (“la lengua española”) el de “contribuir a su esplendor” (de nuevo, ibíd.: 9). Una vez más, los grandes no quieren para los pequeños el privilegio del que gozan para sí.

Este cuarto y penúltimo párrafo del texto de opinión de Antonio Narbona en Diario de Sevilla prosigue elevando su grado de incoherencia a niveles de alta competición si, después de haber constatado los parámetros explícitamente prescriptivistas de la institución estatal a la que pertenece como acabamos de hacer, leemos al final de dicho parágrafo que “Nadie impone nada en un comportamiento en el que todos participamos” (un enunciado que, si se nos permite la digresión, evoca el recurrente tópico de “la Constitución que nos hemos dado”13 o “las reglas jurídicas que nos hemos dado”14, donde el uso de la primera persona del plural es clave de acuerdo con lo que se ha dado en llamar el mito de la neutralidad de las instituciones; Schiller, 1979: 24). Una cosa es el alcance funcional de la imposición y otra muy distinta que tal imposición no exista. Pero que “nadie impone nada” no deja de ser una oración vacía de contenido si consideramos que, como cuenta Gutier (2002), y como recoge por ejemplo la edición de La Vanguardia del sábado 16 de agosto de 1924, durante los años veinte del pasado siglo existió una “cruzada del bien hablar celebrada en Sevilla” al objeto de exterminar la lengua de Andalucía y sustituirla por el castellano del centro y Norte de la Península. Estamos ante una denominación intencional que rescata el imaginario de conquista medieval de Andalucía por parte de los reinos teocráticos del Norte ibérico, que mantiene una línea de continuidad simbólica con prohibiciones lingüísticas como la orden de Felipe II de 1573 determinando “que los dichos moriscos no puedan tener ni leer libros ni otras escrituras en lengua arábiga” (cit. en Rodríguez-Iglesias, op. cit.: 116) y que, por otra parte, mantiene su vigencia en el nacionalcatolicismo contemporáneo de la propia RAE, cuyos plenos, de acuerdo con su citado Reglamento, se abren con una antífona cuyo primer verso es “Veni, Sancte Spiritus, reple tuorum corda” y se clausuran con una oración que termina con “Agimus tibi gratias, omnipotens Deus, / pro universis beneficiis tuis, qui vivis et / regnas in saecula saeculorum. / Amen” (VV.AA., 2014: 54-55).

En el mismo párrafo del artículo periodístico, pocas líneas antes, su autor vaticina que “la autorregulación ganará terreno, sin que ello suponga pérdida alguna de identidad”; autorregulación entendida como “proceso de nivelación en marcha”, es decir, eliminación de los rasgos del andaluz más estigmatizados, que será “fruto de la generalización en la educación” a partir del “progreso en la instrucción idiomática”. Esto, en la práctica, remite a la práctica prescriptivista de la institución escolar por medio de la asignatura de Lengua Castellana y Literatura, en la que por lo general, lejos de informar al alumnado de que lo que habla en casa y en la calle es algo distinto del castellano estándar y totalmente digno (Gutier, op. cit.), le inocula el sentimiento de inferioridad a través de, por ejemplo, los consabidos catálogos de vulgarismos andaluces, muchos de los cuales pasan mágicamente a ser considerados por la academia como interesantísimos arcaísmos si en vez de usarse en andaluz son empleados en el actual sefardí, ya sea hablado, ya sea escrito en los medios de comunicación en judeoespañol (Rodríguez Illana, 2017). Dicha “autorregulación” (verbigracia: castellanización) se hará efectiva “En la medida en que se instale en la conciencia de los andaluces la idea de que el descrédito de ciertas peculiaridades […] no emana de ninguna campaña de persecución foránea”, como si no hubiera existido la mencionada “cruzada del bien hablar” o no sigan dándose los testimonios cotidianos de coacción, amenaza e incluso acoso laboral relatados por hablantes andaluzas/ces que recopilaba Rodríguez-Iglesias (op. cit., vid. supra). Ahora bien, ¿a qué se refiere el filólogo de la US con “el descrédito de ciertas peculiaridades” en su artículo? Pues “por ejemplo, la extrema relajación articulatoria que lleva a la deformación o eliminación de ciertos sonidos”. Que el propio grupo de investigación al que pertenece haya sido bautizado como “Español Hablado en Andalucía” en lugar de “Andaluz” permite esperar que el estudio de lo que se habla en nuestro país se enfoque no en su propia entidad sino de acuerdo siempre con un sistema de referencia externo, el cual hará que determinados rasgos que lo caracterizan sean conceptualizados a partir de su perenne comparación con el espejo castellanocéntrico, lo que lleva a catalogarlos, así, como “extrema relajación articulatoria” y “deformación o eliminación de ciertos sonidos”; todo sea dicho, sonidos del castellano estándar, el cual a su vez no es sino una elaboración del castellano vulgar (Moreno Cabrera, 2010: 13). Claro que es la propia explicación que ofrece la web del mencionado grupo universitario sobre “¿Qué es el andaluz?”, al decir que “Cualquier andaluz sabe que si se comunica por escrito será un usuario más del español, sin acentos ni dejes diferenciados”15, la que incurre por enésima vez en la confusión entre los planos oral y escrito, el de las lenguas naturales como el andaluz y el de las lenguas cultivadas como el castellano normativo (de nuevo, Moreno Cabrera, 2012). La calificación como “extrema relajación”, por ende, connota la tradición histórica de la intelectualidad española a la hora de proyectar su desprecio por las respectivas culturas de las naciones oprimidas (Gil de San Vicente, 2015: 2) que, respecto al caso de Andalucía, se materializa en la famosa sentencia del filósofo de la alta burguesía madrileña Ortega y Gasset acerca de que “«El andaluz lleva unos cuatro mil años de holgazán», pues «la famosa holgazanería andaluza es precisamente la fórmula de su cultura»” (cit. en Rodríguez-Iglesias, 2016b).

El artículo de Diario de Sevilla finaliza con un párrafo en el que Narbona encomienda al lobo el cuidado de las ovejas: “Los medios de comunicación audiovisuales y escritos pueden y deben tener un papel clarificador decisivo”. No sabemos si su desiderata apunta a las series de cadenas estatales, públicas y privadas, donde los únicos personajes andaloparlantes están ligados a la marginalidad y/o los cuidados (labores feminizadas, por otra parte, lo que las sitúa en el nivel inferior de valoración de acuerdo con la jerarquía establecida por la sociedad patriarcal). O a la programación de Canal Sur, donde la expresión en andaluz queda totalmente apartada de los informativos y permanece relegada a los contenidos humorísticos. O a las publicaciones de prensa diaria donde se difunden análisis negacionistas como el suyo.

Manuel Rodríguez Illana

REFERENCIAS

DEL VALLE, José (2016): “La invención del español: «La RAE está al servicio del poder blando nacional»”. Entrevista de Héctor J. Barnés en El Confidencial.com. http://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2016-07-25/jose-del-valle-espanol-castellano-politica_1235501/
GALEANO, Eduardo (2000): El libro de los abrazos. Ediciones P/L@.
GIL DE SAN VICENTE, Iñaki (2015): “Crítica abertzale del paradigma de la izquierda española. Límites teórico-políticos de las izquierdas nacionalistas españolas”. http://www.matxingunea.org/media/pdf/g_020621_critica_abertzale_del_paradigma_de_la_izquierda_espanola.pdf
GUTIER, Tomás (2002): Sin ánimo de ofender. En defensa de la lengua de Andalucía. Chiclana: Fundación Vipren.
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14https://teresafreixes.wordpress.com/2016/12/06/y-la-respuesta-interna/

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Carlos Ríos

Vine al mundo en Granada en 1977. Soy licenciado en Geografía y trabajador en el sector de la enseñanza. Escribí "La identidad andaluza en el Flamenco" (Atrapasueños, 2009) y "La memoria desmontable, tres olvidados de la cultura andaluza" (El Bandolero, 2011) a dos manos. He hecho aportaciones a las obras colectivas "Desde Andalucía a América: 525 años de conquista y explotación de los pueblos" (Hojas Monfíes, 2017) y "Blas Infante: revolucionario andaluz" (Hojas Monfíes, 2019).

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